jueves, 4 de septiembre de 2014

Alejandro Kuropatwa: Sólo por hoy

Artes Combinadas presenta el capítulo dedicado al fotógrafo argentino Alejandro Kuropatwa, que falleció de sida el 5 de febrero de 2003 en Buenos Aires; acababa de cumplir 47 años. Desde hace años que era una figura reconocida de la escena local por su fotografía insolente, placentera e incómoda y por sus gestos políticos vinculados con su enfermedad.
Su última muestra, una retrospectiva de 120 fotografías que llamó Manifiesto, se inauguró en junio 2002 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Hace rato que Alejandro, que había encontrado consuelo en la religión judía, trabajaba sabiendo que era “sólo por hoy”. Era querido y será extrañado.

“El ojo del que mira. Artistas de los Noventa” (Fundación Proa, Buenos Aires, 1998) de Victoria Verlichak.


Alejandro Kuropatwa. Sólo por hoy

Alejandro Kuropatwa es uno de los fotógrafos actuales más interesantes. Por sus implicancias personales y sociales, la semblanza de Alejandro pertenece más a esta década, aún cuando su trayectoria artística comenzó mucho antes.
Como quiera que sea, en estos momentos de frágiles percepciones, Kuropatwa comenzó a existir para mí en 1990, tras el impacto de la muestra “Treinta días en la vida de A.”. Me llevé a casa el libro de tapas azules publicado por Benzacar para la ocasión. Miraba las fotos a menudo, pasaron varios días y yo aún seguía indecisa. Desconfiaba de la fuerte impresión que me causaban. No sabía qué pensar. ¿Las imágenes rayadas eran tramposas y estaban repletas de trucos? La opinión de un psicoanalista amigo, hizo que atendiera a mi emoción. Descubrí que las intrigantes fotos eran verdaderas. Eran audaces e inesperadas apariciones y desapariciones deslizándose frente al desnudo ojo del que mira.
Conocí personalmente a Alejandro unos meses después, cuando fuimos a visitarlo con Orly. Ella quería que yo vea las fotos de su próxima muestra -nadie lo decía pero todos lo pensábamos: ¿sería la última?- en el Rojas, quería que yo publique algo en “Noticias” quería verlo a Alejandro contento. Comimos los deliciosos vareniques que había hecho su mamá. Me acuerdo que en esos días no estaba nada bien, a veces hinchado por los remedios, otras por el acompañante terapéutico. También me acuerdo de un cumpleaños que hizo un domingo al mediodía. Estaba feliz. Allí estaba su padre y una fauna más bien nocturna que se había despertado con esfuerzo para ver al amigo. Eran y son permanentes sus cambios de estados de ánimo. Hay días que es expansivo, ocurrente y otros que no, que no le interesa hablar, recordar detalles, datos, fechas. Según el momento, los tonos disparatados y divertidos se alternan con una voz cansada y monótona.
Entre los almuerzos preparados por Celsa -su hada, como él la llama-, pude tomarle el pulso a una vida llena de ilusión y desesperación. Pude apartar sus tics y su sensación de ser “centro del mundo” para apreciar su humor y coraje, el coraje de estar más solo. No lo dice, pero todos podemos ver que el suyo es un combate duro contra la enfermedad. Lo vi con y sin bigote, más gordo, más flaco. El Kuropatwa de hoy es capaz de gestos políticos y de sensatos ahorros de plata y energía. Exagerado, hay que escucharlo hablar, arrastra algunas palabras y se le nota un perfecto inglés por detrás.


 

A lo largo de este pasado año, también pude internarme en su fotografía insolente, placentera, incómoda. Trabaja alternativamente en color y blanco y negro. Contra la tendencia actual que estimula la manipulación y la distorsión por computadora, las fotos de Alejandro son directas, pero no objetivas. No las retoca, no las pinta. En sus muestras, combina imágenes experimentales y dramáticas y crea atmósferas extravagantes que mucho tienen que ver con su identidad y orígenes culturales. Algunas imágenes suelen ser crudas, explícitas, mientras que otras, de rara belleza y poesía, tampoco son tranquilizantes.
A partir de su gozosa serie “Cóctel” en la que celebró el misterio de su vida, los medios lo consultaron al infinito y repitieron su historia. Allí retrató la suma de las píldoras, que lo mantienen transitando por este mundo, transformadas en poesía por el amor y la pericia de su autor. Sin buscar el manejo de los sentimientos, las fotos hablaron de su HIV.
Lejos de multiplicar los efectos de su exitosísimo “Cóctel”, el artista prefirió seguir adelante y volver a decir algo desde otras perspectivas. Retrató a los prototipos de cierta disfuncionalidad que desfila por la televisión. Se ocupó de la celebridad en estos tiempos impúdicos, visitó sus usos y costumbres.
La última propuesta de Alejandro estuvo centrada en siete mujeres. La serie “Marie Antoinette” se exhibió en el renovado espacio de L’Alliance, que también corrió con los gastos de producción. Los retratos de estos personajes del circuito social plantean una dicotomía entre lo que son y lo que parecen ser. ¿Estos retratos forman parte del mismo afán de protagonismo/voyeurismo que desfila/descubren las revistas de actualidad? ¿Estas imágenes son formas de la devoción, porque el fotógrafo mira como mira un amante? Su esencia sólo puede ser revelada a través de la interpretación. Una vez más, entre el abismo y la exaltación, Kuropatwa demuestra que es totalmente original.

Un cóctel para todos

La razón por la que salí con mi historia públicamente es porque sé que vale la pena vivir y quiero que todos los enfermos de SIDA tengan un futuro, como ahora lo tengo yo. Quiero compartir mi felicidad y pedir por la felicidad de otros. Por eso publiqué la solicitada (“Clarín”, 9-4-1997) con este título: “La gente con SIDA tendría que tener la misma oportunidad que yo”. Ahí yo pedía al gobierno que actúe como se debe y posibilite el tratamiento para otros enfermos. Con el cóctel que tomo (de drogas antirretrovirales), que salió de un congreso en Vancouver en 1996, el virus ya no es detectable en mi sangre. Quiero que otros accedan a lo mismo.
Ahora (julio, 1998) tomo 10 pastillas por día, pero llegué a tomar hasta 30. Me atiendo en el Hospital Muñiz con la doctora Liliana Puga. A esta altura actúo como un diabético, ellos tienen que tomar insulina todos los días y yo un inhibidor de proteasa.

Tomo pastillas todo el día, Celsa lleva la cuenta -de todo, de las dosis, la comida, la plata- y las pone en un copita para ordenarlas y para que yo las trague. Había unas pastillas que tomaba hasta hace poco que me daban diarrea, me dejaban hecho pelota y yo les tenía miedo. Creo que, actualmente, la peor es una homeopática tan mal hecha, alta y gruesa, que es la que más me cuesta bajar. No tiene gusto feo, pero es un asco igual porque la tengo que tomar con las comidas y se me pega al paladar. Entonces me fumo un cigarrillo porque no aguanto más. Pero al rato tengo que seguir comiendo, porque tengo que comer y comer.

Yo parezco una de estas modelos -que yo solía retratar- porque vivo a régimen: verdurita, pescado, sopa, alguna pasta. El régimen de comida es muy estricto y, así y todo, algunas veces llego a tener el colesterol muy alto y me tengo que ajustar más y más. Ah, sí, ahora también soy un experto en nutrición, sé de químicos y aditivos.

Nada de alcohol, pero no es solo por la medicación. No tomo alcohol hace tres años largos ya. Pero me encantaba tomar. El alcohol fue el único gran problema que tuve en mi vida. Tomé drogas, pero mi principal problema era el vodka. Me daba mucho y mi pobre hígado ya estaba debilitado por una hepatitis, así que lo destrocé. Aunque leo poco, al lado de mi cama tengo algunos libros de Alcohólicos Anónimos porque me ayudan a no tentarme. Yo qué sé, si voy a algún lugar donde va a haber alcohol, a veces, antes de salir leo algunas frases que me sirven, que refuerzan mi voluntad. “Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas cosas que puedo y sabiduría para distinguir la diferencia”.




Ni yo mismo me reconozco, pero sí, hago gimnasia y camino por Palermo con un profesor. Antes de largar el alcohol y empezar este tratamiento, yo me había abandonado. Mis padres me llevaron a una clínica de rehabilitación en Laguna Beach, California. Se quedaron conmigo como tres meses, ellos me ayudaron muchísimo, me sacaron del pozo. Yo era un horror, había bajado de peso y no tenía ganas de hacer nada, jamás se me hubiera ocurrido caminar. Ahora, tengo y quiero estar mejor: hago gimnasia, voy al infectólogo, voy al psiquiatra. Me gustaría volver a California, a las montañas a ver a mis amigos de la clínica.

Cuando está lindo, especialmente en primavera, como desde hace 20 años más o menos, me encanta ir a la quinta de mis viejos que queda en Tortugas. Si llueve no puedo ir, se inunda. Allí hago huevo, duermo y estoy en la pileta. La novedad es que también camino, voy a la huerta y veo las verduras y las hierbas. Ahora hay un bosque de salvia, pero alguna vez planté de todo, rúcula, lechuga, albahaca. La primera huertita fue mía y el primer gallinero también. No voy a decir que comía lo que plantaba, pero alguna vez cociné y me gustó hacerlo.

Bueno, en mis años en New York me encantaba cocinar, me dedicaba a cocinar lo que el bolsillo me daba. Fueron años de locura, de creación, de algunas amistades increíbles. Fueron tiempos de mucho cuero, “sexo, droga y rock & roll”. En un tiempo tuve un departamento en la calle 39 y Park Avenue. También viví en el Chelsea Hotel. El Chelsea es maravilloso, por ahí pasaron todos los artistas de New York. Ah, y (el argentino Gyula) Kosice, sí hasta hay una escultura de él en la entrada.

Me acuerdo que cuando llegué en 1979, después de haber estado como un año en Europa, una de las primeras cosas que hice fue ir a (la disco) Studio 54. Había un “gordo” en la puerta que en realidad era flaco, pero entré sin problemas y no me fui más. Nos divertíamos ahí, pero también íbamos al downtown, a todos esos clubes como Danceteria, Roxy, el Lucky Strike, que encima, en otro nivel, tenía sala de arte. Yo expuse allí obra muy grande, color, unos desnudos del año Ochenta que había hecho allá. Eran todos clubes que tenían mucho nombre y aparte iban muchísimos argentinos. Como los dueños me querían mucho me invitaban y, yo que sé, nos juntábamos 50 o 60 personas a tomar. Entonces, las muestras eran totalmente geniales porque entrábamos sobrios y salíamos totalmente dados vuelta. Se mezclaban los mundos, iban también yuppies y me contaban todo, pasaba de todo.

 

Fueron años maravillosos, creíamos que todo era posible. New York era la capital del sexo y del arte. Creo que quedé marcado como una vaca y eso no me lo quita a nadie ya. Me pone feliz hablar de los Estados Unidos, pero conozco menos el New York de hoy. El mío fue la época del furor de (la revista) “Interview”, cuando estaba Warhol todavía. El murió ahí en 1987, ¿fue algo así, no? Murió de alguna infección estúpida aunque no se sabe bien de qué murió, también dicen que lo mataron.

Estuve muchísimo allá. Fue uno de los mejores momentos de mi vida y no me arrepiento de nada. Había mucha locura, hasta se podía fumar en los restaurantes. Yo bailaba con Madonna y después se fue todo a la mierda, se empezó a morir la gente amiga. Me infecté en New York, me imagino que por la vía sexual. Hace 16 años que estoy enfermo. Antes de tener un diagnóstico yo ya sabía.

¿Las elecciones fueron después de la guerra de las Malvinas, no? Creo que volví en 1985. No sé, ya estaba Alfonsín porque fui a Plaza de Mayo. Por supuesto, que desde que volví me puse a trabajar, pero siempre me quedó como un sello, la estética de mis fotos son más de New York que de acá. Estoy identificado y sigo colgado con eso. Mi óptica está filtrada por lo que estudié allá. No sé si tendría que ser de otra manera, estoy muy cómodo como estoy, no me interesa demasiado el medio argentino.

Claro, yo vivo acá. Me considero un artista. Es un camino muy arduo, pero por lo menos siento que conmigo hay mucho respeto. Creo que se valora lo que hago. Pero nunca se sabe en la Argentina si valoran en serio o de mentira. Tengo como esa cosa paranoica, aunque creo que también entra la situación particular que estoy viviendo. Creo que me miran de otro modo y eso me molesta muchísimo. Ya lo siento como una discriminación. Pero, que sé yo, ya estoy acostumbrado, aunque sea más difícil estar seguro si me aprecian porque estoy enfermo o porque soy un buen fotógrafo. Mucha gente ya me ve como un fotógrafo enfermo y excéntrico. Pero no soy excéntrico. Yo sé que era una figura conocida antes que dijera públicamente lo de mi enfermedad y durante años mucha gente siguió viendo mi trabajo con toda normalidad. Cuando me ven en público, si hay un fotógrafo, siempre me sacan una foto.


Por más que cuando hago una muestra tengo una reacción de despedida y una vez que hago las fotos, chau... ya no me interesa lo que viene después. Con “Cóctel” fue distinto porque me expuse de todos lados, expuse mi trabajo y mi privacidad. Valió la pena porque yo quería que se conozca que se puede estar mejor. Cuando fue “Cóctel” tenía que ir a Benzacar porque iba mucha gente, iba, iba. Tenía que explicarle a uno por uno y quedé completamente agotado. A los 10 días ya me tuve que ir de viaje, no quería saber más nada. Además, odio ver como se descuelgan mis muestras. “Cóctel” se vendió toda y me dijo Orly que fueron como 3.000 personas a verla.

De vez en cuando aparece alguien y me dice: ¿tenés fotografías del “Cóctel”? Bueno, yo no sé si el nombre de “Cóctel” lo puse yo, pero sí sé que algún laboratorio me ha copiado mis fotos para hacer su publicidad. En la televisión hablan del cóctel todo el tiempo, yo ayudé a que la problemática se hiciera más conocida.

Parecía el príncipe valiente

Nací en Buenos Aires, en el sanatorio Cangallo a las 11.50 de la mañana, en 1956. Soy de Libra. Estoy ahí, porque soy del 22 de octubre, del último decanato de Libra y del primer decanato de Escorpio. En el zodíaco chino soy mono de fuego, como Ludovica.

Mis padres son unos santos. Estuvieron conmigo cuando más los necesité, me bancaron y me siguen bancando mucho. Dora, mi mamá, es argentina, hija de rusos. Papá nació en Polonia, se llama Miguel y es un empresario retirado. Tengo dos hermanas mayores que yo. Una es farmacéutica y una es administradora de.yo qué sé. Tengo cuatro sobrinos que veo poco, aún cuando me gustan mucho los chicos. Todos me acompañan bastante y siempre vienen a mis muestras. Siempre tuve una vida muy independiente y dependiente a la vez.

El apellido Kuropatwa es judío polaco, nomás. Ay, sí muchas veces me han dicho que es curioso, que tiene un sonido muy lindo y que parece japonés. Cuando estaba en primero inferior era muy gordito y tenía el pelo rubio con un corte tipo “príncipe valiente” y, sin embargo, la maestra creía que yo era japonés. Hasta que mi mamá fue, porque la llamaron del colegio para hablar por algo que yo habría hecho, y cuando apareció una señora rubia, la maestra le dijo que, por mi apellido y porque no hablaba nada, pensó que yo era japonés. Judío y japonés, imagináte. Faltaba que fuera comunista. Y, bueno, en casa eran del PC (Partido Comunista), pero yo ni me enteré. No era un ambiente muy politizado.

No soy demasiado religioso, pero creo en Dios. ¿La foto esa de al lado de la cama? Bueno, sí, es ese rabino sanador (Menajem Mendel Schneerson, 1902-1994), el fundador del movimiento Lubavitch (del judaísmo jasídico). No es que yo me haya hecho “Lubavitcher”, pero estoy próximo todo el tiempo. Aunque hace ya muchos meses que no voy al templo, tengo su foto ahí.

Mi familia siempre fue laica, sí, y siguen siendo laicos. Me acerqué a la religión por un amigo mío que se llama Sergio. Me dijo “¿no querés venir a ver esto?”. Y fuimos. Esto fue hace más o menos dos años y me enganché totalmente, con las ceremonias, con todo. Después fui varias veces más y empecé a celebrar ciertas festividades, las menos conocidas, las que no son tan importantes. Me engancho más en las pequeñas festividades, son más simpáticas. Hay muchas fiestas muy alegres y las canciones son divinas, son en hebreo y hay también en idish.

Para la última Pascua fui al templo de O’Higgins y me recibió el rabino Schlomo. Me senté, me paré; cuando tenía que mirar a Jerusalén, miraba a Jerusalén. Yo seguía a un par que había ahí y hacía tal cual lo que ellos hacían y leía la parte en castellano, porque hebreo no leo. Aparte llevé un librito mío que me regaló Schlomo con los salmos de Salomón. Fui solo y después fui al Seder (la cena de Pascua) que hizo Miriam Bendjuia. Comimos con sus dos hermanos, había pollo casher y matzá, había vino que no era vino porque yo le pregunté si podía tomar y me dijo que sí, que era grape juice (jugo de uvas) casher. Mis padres estaban de viaje.

Hace ya tres años que me estoy psicoanalizando. Cambié, ahora voy con un psiquiatra que me encanta. Lástima que es cada 15 días nada más. Es poco, pero él dice que es suficiente, él sabrá. Pero esta no es mi primera vez, ni mi segunda ni mucho menos. Yo desde los 11 años más o menos iba a una psicopedagoga, después a un psicólogo, después a un psicoanalista, después a otro psicoanalista. Me quedé con un psiquiatra.

Durante mi infancia, aparte de las psicopedagogas, iba a talleres. Hacía cerámica y en una época tocaba la flauta, cuando iba al Collegium Musicum, esas cosas. Era un típico chico judío y mis padres querían que yo aprendiese. Yo más o menos tenía que estar bañadito, con el guardapolvo, con las medias impecables. Una vez fui abanderado. Eso fue lindo, fue lo más. Y después en el secundario, a veces me hacían izar la bandera y con un amigo mío que pasaba el disco -yo que sé, del Himno o “Aurora”-, lo rayamos y se escuchaba como un rap. De acuerdo al disco, yo subía y bajaba la bandera, la subía y la bajaba. Sabía que iba a hacer eso, estaba todo armado para el momento de la formación de antes de clases.

Primero vivimos en Villa Urquiza y después en Belgrano, pero no iba a los colegios de por ahí. En la primaria fui a muchos colegios del estado, porque mis papas viajaban y me quedaba en casa de alguien, iba al colegio de la zona donde me dejaban. Sí, di bastantes vueltas, pero no me acuerdo que me diese angustia eso de andar de un lado a otro, sabía que era temporario, después volvía. Empecé la secundaria también en un colegio del estado, en Barrio Norte, en Barracas. Me echaron por quilombero, repetí y fui a un colegio privado.

No sé, recuerdo muchas cosas todo el tiempo. De adolescente, tuve una hepatitis que me marcó el hígado para el resto de mi vida. Ahora no me acuerdo, pero estuve como dos meses en cama. Fue terrible, estaba totalmente aislado. Creo que la vida es una película ¿no? Siempre pasan cosas.


Yo iba mucho al cine de chico y ahora tengo siempre la MTV (Music Televisión) prendida, me encantan los clips. Iba con una abuela al cine Cosmos, al Metropolitan, a ver películas rusas como “El acorazado Potemkin” o norteamericanas como “Ben Hur”, “El manto sagrado”. “Los 10 mandamientos” de Cecil B. de Mille me pareció tan impresionante, tan escenográfica, tan fotográfica, que dije, “quiero hacer algo así”. Todo lo épico me tocó especialmente. El cine después influyó en mi fotografía, que nació como un deseo y se convirtió en una profesión.

A mi la fotografía me interesó siempre. Ni idea cómo me vino. La cosa visual siempre me atrajo mucho. Creo que me hice fotógrafo yendo al cine y leyendo revistas, enciclopedias, ilustraciones. Yo veía eso y decía, “esto quiero hacer”. Tendría 10 años. Se me ocurre que le habré dicho a la psicopedagoga que quería aprender fotografía. Pero como sea, tuve mi primera cámara a los 20 años. Me la compré yo. Me parece que la psicopedagoga no escuchaba nada.

Era el Di Tellita

Sí, empecé con la fotografía a los 20 años. Pero antes, cuando todavía estaba en el colegio empecé yendo a talleres. Después, estudié grabado y serigrafía con Cristina Dartiguelongue, con Jorge Dermirjian hacía pintura y con Oscar Smoje, dibujo. Me encantaba ir a los talleres, me expresaba con lo que me daban, con los pinceles, con los dibujos. Con cualquier cosa, con todo, yo agarraba y hacía algo. Esas cosas están perdidas. Yo las tiraba. Nunca fui a un taller de fotografía acá ni tampoco al Fotoclub Buenos Aires, que es donde se aprendía fotografía.

A la gente le parece raro que primero me haya dedicado a la pintura, a la serigrafía y después ¡pum! a la fotografía. Pero lo que pasa es que ya hacía serigrafía con sistemas fotográficos. Imprimía los chablones con fotografía y llegué a hacer una muestra en Praxis (“Fiat Eros Ex Ars”, 1978). Pero antes de eso expuse serigrafías en Lirolay. Después del colegio, primero estudié como dos meses arquitectura. Me harté, no me gustó nada. Por supuesto, que estuve en la Escuela de Bellas Artes, en la Manuel Belgrano, y fui compañero de Marcia Schvartz, pero no duré mucho.

Dejé todo porque me fui de viaje por un año por Europa y terminé en New York y ahí ya me enganché totalmente con la fotografía. Era el furor de la foto, cámaras, cámaras. Me compré una camarita usada y entonces di el ingreso al F.I.T. (Fashion Institut of Technology) y lo aprobé. Ahí estudié fotografía y fui mucho al estudio de Steve Manville, que era el director del Departamento. Cuando terminé, entre 1982 y 1985, hice un Master (of Fine Arts) y estudié fotografía, moda, diseño en la Parsons School of Design. Aprendí muchísimo, los estudios de historia del arte, diseño, me sirvieron para después ser mejor fotógrafo.

Empecé a trabajar un poco en New York haciendo fotografía, esas que después expuse en los boliches y nada más. Porque después me volví, cuando me enteré que mi amigo Marcelo se estaba muriendo. Marcelo estaba muy grave, sabía que tenía SIDA y que se iba a morir. Llegué y se murió a los seis días. Pero lo vi bien, esperando a la muerte. Con una amiga le acercamos champagne.

Después fue trabajar, trabajar, trabajar y me fue bien. Hice plata, buenas muestras y muchos amigos. En los Ochenta yo sentía una vibración, sentía la creación, sentía que podía ocurrir todo. En los Noventa, en estos años no sentí nada. Ya no había pasión, hacia mis cosas y nada más, discotecas y vodka. Es un clima que hay, es un arte cómodo sin intensidad. Yo no soy ni intenso ni suave, pero mi producción es muy intensa. Lo que se ve en las paredes, lo que llego a mostrar es de mucha intensidad.

Creo que estos años son de una transición, así terrible, para el tercer milenio y los artistas no saben adónde ir. No saben qué hacer y hacen unas banalidades terroríficas. Como sin pensarlas mucho, como “bueno...hago esto”, y eso a mí me molesta mucho.

A mí esto del año 2000 me da terror, la fecha es muy seria. Tengo miedo que haya mucha locura ya el 31 de diciembre de 1999. Seguro que se van a suicidar muchos. No sé, tengo miedo que pase algo mágico en el 2000. Lo quiero pasar tomando un valium, un lexo, xanax, y durmiendo.

Creo que este es un gobierno (el del presidente Menem) que hizo bastante para que las cosas en la cultura estén así, mal. Influyó en la creación de la gente, en el modo de trabajar de todos. Creo que hay más pretenciosidad y menos fantasía. Falta plata para materiales, falta estímulo. Que sé yo, los artistas están más alienados a un sistema ya... toda la corrupción que se ve. Todas esas cosas están influyendo. Vuelvo a repetir, este gobierno anuló completamente todo. Muchos nos metimos para adentro, hay una cosa más de lo privado.


Con Gumier y Alberto Goldenstein yo mostré varias veces en el Rojas y creo que eso fue muy especial. Era como un centro de iniciación, para después expandirse al Recoleta y después pasar a una galería. Era lindo, ¿no? Se juntaba un montón de gente divertida, con talento. Era el “di tellita”. Fue eso, ya está. Es poco, una sola cosa en ocho años de la década.

Pienso con el teléfono

A principios de 1998 tuve que clausurar mi estudio de la avenida Rivadavia porque la empresa más importante con la que trabajaba cerró y me quedé sin ese cliente imprescindible. Fue tremendo, y hasta tuve que dejar ir a la gente que trabajaba conmigo. Eran divinos, de una confianza total. Creo que lo más importante es que esto significó dejar mi casa también, que me encantaba. Vivía en un departamento de 250 metros cuadrados, en un edificio art-deco construido en 1903.

Con los gastos del tratamiento, yo ya había tenido que reducir mi espacio. Hace dos años yo ocupaba dos pisos de esa maravilla y tuve que abandonar mi estudio que tenía abajo de donde vivía. No había sido tan dramático porque mudé todo a mi casa. Hacía 12 años que estaba por el barrio que me encantaba y todos me conocían.

Siempre me gustó tener cerca el estudio porque controlo más las cosas. Ahora es todo más chico. Pero de todos modos no me puedo quejar. ¿De qué sirve, no? Me mudé a la calle Seguí, cerca de los bosques de Palermo y tengo mi nuevo estudio a dos o tres cuadras.

El equipo fotográfico se salvó: cámaras, paraguas, luces, flashes, difusores, filtros. En Estados Unidos empecé con una cámara usada y después seguí con una Nikon, que -parece un slogan- realmente es para toda la vida. La sigo usando, además de otras cámaras más sofisticadas que tengo.

Llegué a ganar plata con la fotografía. Fue y es la primera fuente de ingresos que tuve, que tengo.

¿Especializado? En lo que venga.

Antes tenía bastante trabajo publicitario. Ahora no me llaman las agencias. No quiero pensar que es por mi salud. En realidad, yo siempre salí a buscarlos porque el asunto es complicado, me tienen conceptuado como un fotógrafo artístico que no puede hacer algo comercial. Eso me molesta muchísimo porque tengo que vivir, necesito trabajar.

No me gustaría hacer fotos de moda, es un asco. A veces las hice, y las hago, pero después me agarra diarrea. Entre las modelos, el maquillador, el peinador, el estilista y los alfileres, termino muy agotado. Da mucho trabajo.

Hice muchas fotos de ropa interior y eso es lo más divertido que hay. Bah, en realidad cuando empecé era lindo, pero llevaba 20 años haciendo eso y ya los quería matar a todos. Las modelos llegan y empiezan que “no, esto no me gusta”. Y ahí estamos, que ponételo, que sí, que no. Ay, son caprichosas, todas se creen -no sé- Claudia Schiffer y son todas unas anoréxicas que hay que ponerle rellenos en los pechos. No todas se hacen las gomas, las que hacen ropa interior no son conocidas. Yo fotografié a algunas cuando eran desconocidas y ahora son famosas. Muchas empiezan así, haciendo ropa interior. Estas fotos tienen su costado interesante. Es casi como el laburo de un estudioso de anatomía porque para las colecciones uno va sacando fragmentos, pedacitos de cuerpo junto a las bombachas, corpiños, calzoncillos, medias, medias largas, medias hasta la rodilla, medias que se corren, medias que no se corren.

Bueno, pero ese laburo se acabó y tampoco enseño más. Hace unos años tuve alumnos. Fernando Bustillo daba la parte de arte, fue una experiencia lindísima. Me gustaría repetirla y me parece que voy a poner un aviso y voy a volver a enseñar.

Con el laburo soy muy organizado. Hay que ser organizado. No tengo manías ni cábalas. Antes cuando hacía una muestra tenía la costumbre de ir a tomar champagne. Como ya no tomo, la última vez fui y me compré un par de zapatos, algo nuevo tenía que tener para llevar a la muestra. Después de la inauguración de L’Alliance fuimos todos al Morocco.

Cada trabajo es diferente, pero hay algo que es más o menos igual en todos y es que yo pienso con el teléfono. Cuando estoy hablando por teléfono con la persona que quiero fotografiar, la voy pensando. No escucho nada de lo que me dice, pero oigo su voz. Y sí, me inspiro por la voz y yo le digo sí, sí, sí, y maquino, maquino, maquino.

En cuanto a mi trabajo artístico, cada vez más me estoy abocando a hacer cosas que me gusten a mí, no lo que le gusta al otro. Soy fotógrafo y estoy contento de eso, quiero que Kuropatwa sea sinónimo refinamiento y exquisitez. Hago cosas lindas, finas, eso. Se puede hacer muchas cosas con la fotografía, se pueden hacer denuncias, ver la belleza. Lo que más me interesa de mis fotos es que sean bellas, sí, me gustan mucho las cosas lindas y urticantes.

Para hacer una buena foto, que sé yo, o una serie que me guste, lo básico son mis ganas de hacer. Primero, las ganas, después viene el resto, el ojo, el pensamiento. Depende de mi estado de ánimo y aunque parezca lo contrario, soy bastante callado y no me gusta contar lo que pasa en las imágenes. Así que a mí me gusta que las fotos hablen solas. Creo que en mi fotografía hay mucha poesía, expresa sutilmente las cosas que me suceden, lo que me pasa. Hay rebeldía, hay cosas violentas, como cuando mostré culos con flores. A la muerte la muestro siempre y a la naturaleza también. No hablo del pasado aunque soy muy nostálgico, añoro amores, colores. No, ahora no estoy enamorado.

Doy bastantes vueltas antes de llegar al concepto de lo que quiero hacer. Dudo y dudo, lo converso con amigos y vuelvo a dudar. Estoy como quieto, inquieto, porque cuando empiezo así es porque algo se está generando. Y lo hago. Una vez que sé lo que quiero, lo armo todo en mi cabeza y pienso en qué ángulo de toma voy a hacer, cuánta luz, qué película, el revelado, la impresión, pienso en todo. Eso es la fotografía. La manufactura tiene mucha importancia. Soy muy obsesivo.

El momento más importante de una foto es la preparación, lo que sumás hasta llegar, o sea, la idea, la elección de modelo si hay modelo, si hay producto tengo que ver el producto, el lugar. Me gusta más toda la parte de la búsqueda, es casi una investigación ¿no? El clic es mi neurosis.

Mis producciones son cada vez más mínimas, van transcurriendo los años y hago las cosas más imperceptibles, creo que así es más directo, me comunico mejor con el público. Con un público que de todos modos, no sé, está algo lejos. Así como aquí no hay críticos de fotografía, tampoco hay un público para la fotografía. Antes eso me deprimía, pero ya pasó. No es que esté más allá del bien y del mal, pero de alguna manera, sí. Con las que pasé en mi vida, ya no quiero mucha más historia. Quiero hacer lo que me gusta, trabajar con lo que me siento cómodo, con lo que me excita mentalmente.

Creo que conmigo no compite nadie ya. ¿Quién va a competir? Si hay competencia no la siento porque directamente no me engancho en esos temas. El pensar que dirán los demás te anula bastante el cerebro. En una época me enganchaba hasta que me di cuenta que es absurdo, que no tiene sentido. No sé cómo explicarlo, como dijo Dalí, “hablen mal pero hablen de Dalí”.

El período depresivo, el período alegre

Yo trabajo el sólo por hoy. Vivo al día, me siento más libre y sin tanta carga. Sólo por hoy y paso a paso. Creo que hago lo que quiero y lo hago con mi ritmo, con mi tiempo, con mis cosas. Me muevo de esa manera, sólo por hoy ¿no? Sólo por hoy pensé tal cosa, sólo por hoy hago esto.

No me cuestiono: ¿para qué voy a seguir trabajando si esto va a terminar así? No, hay que seguir trabajando, hay que seguir. Aunque mi trabajo me hace feliz, pienso más en mi salud que en la fotografía. La fotografía ya es secundaria.

No siempre fue así. En el comienzo todo era fotografía. Yo era una cámara permanente. Todo lo fotografiaba, todo. Vivía con una cámara encima, ahora vivo con pockets. Fotografío, tiro, rompo y elijo una, y después la archivo. Para llegar a una muestra de 15 piezas, por ejemplo, quedan en el camino muchísimos rollos. La investigación es muy larga, me lleva mucho tiempo. Tengo un archivo organizado con más de 20 carpetas con más de 200 folios, de ocho tiras de negativos, cada una.

Es difícil hablar de las etapas de mi obra. Hacer fotografía es un todo, es una forma de vida. En vez de enumerar el período azul, el período rosa de Picasso, en mi caso podríamos decir el período depresivo, el período alegre de Kuropatwa. Mi trabajo tiene mucho que ver con mi estado de ánimo. Qué sé yo, las fotos de mi estado depresivo pueden ser las rayadas, las de “Treinta días en la vida de A.” (Benzacar, 1990), estaba muy mal, sí. Igual, llegué a la decisión de rayar por casualidad. Eran rollos Polaroid de diapositiva. Ahora, no sé si estaban vencidos o cargué mal la máquina. Me salieron mal y me encantó. Entonces empecé a revelar todo mal porque ya venía así, y dije “que siga su camino, que pase lo que pase”, no soy para nada cerebral, en ese sentido. El período alegre, evidentemente es el “Cóctel” (Benzacar, 1996).

Por ejemplo, “¿Dónde está Joan Collins?” (Rojas, 1994) fue como una especie de resumen, como decir “hice hasta acá”. Fue como una historia de vida, en las 200 fotos estaban mis amigos como Liliana Maresca, un chico De la Fressange, había paisajes europeos y de acá, animales, objetos queridos. La tengo en casa, nadie me la compró y yo no iba a vender fotito por fotito. Me acuerdo que las colgamos todas torcidas, como en movimiento y también que había un vidrio que se rompió. La instalación quedó brutal, le puse un nombre absurdo a esta fotografía totalmente coherente. Me gustan mucho los teoremas, llegar a Pitágoras por el absurdo, así se llega a la verdad. Ves tantas cosas absurdas, que llega un momento que caes tanto, que tocás tierra y ahí está mi verdad.

Cuando hice naturalezas muertas, un autorretrato, dos desnudos, para la muestra junto a mi amigo el cura Hugo Mujica y sus poemas enmarcados (Benzacar, 1993), no sé, supongo que correspondían a algún momento mío especial. Porque yo trabajo con mi historia y no importa lo que sale después.

En New York también trabajé, todos los “Fuera de foco” los hice allá. Eran rostros y cuerpos que estuvieron exhibidos en lo de Giesso -donde me había presentado Nora- y en el CAYC en los años Ochenta, pero también en algunos lugares del East Village, cuando todavía era un lugar alternativo y no se había lavado la cara como ahora. La primera vez que expuse aquí no tenía miedo porque en esa época era totalmente nuevo lo que traía. Yo había hecho un research (investigación) de las cosas que había acá y eran un pelotazo, viste. Seguían con toda la historia de (Pedro Luis) Raota, de la gente llorando, los viejitos, eso, ¿no?
               

En esos años hice mi primera muestra con Ruth, junto a Osvaldo Romberg que todavía vive en New York, y el texto me lo escribió Jorge Romero Brest. Era la misma serie que mostré en Studio 54 y ahí puse retratos de amigos americanos, japoneses. Cuando llegué a la inauguración y vi que me estaba esperando Claudia Sánchez con una capa de visón y toda con joyas de Cartier, me di cuenta que iba a ir mucha gente. No estaba Nono Pugliese y ella posaba y nos fotografiaban todo el tiempo. Fue muy cómico, porque ahí por primera vez aparecí en sociales de “La Nación”. Después, me hice amigo de Claudia y me fui al campo de ella con Santiaguito García Sainz y después no sé qué hice.

¿Expuse en la FotoGalería del San Martín (1988)? No me acuerdo, fue hace mucho.

Hice tantas cosas. Producía grupos de rock under, pero nunca resultó, eran tan under que no salían de abajo, nunca hubo un demo, nada. Hice videos y hasta me presenté en el festival de video de amateurs en Cannes. Con el video que hice para el ICI se armó un escándalo total. No me acuerdo en que año fue, pero era uno con Divina Gloria, que aparecía en pelotas, y la gente de “Caviar” y el himno nacional argentino. Estaba el cartel y fue tan de avanzada que lo censuraron. Los del ICI al fin y al cabo tampoco lo censuraron. Fue la policía porque un hombre que vendía pulóveres, ahí en la galería esa de la calle Florida donde está el ICI, denunció que había una obra pornográfica. Fue un gallinero, un desastre total.

A mí me gusta mucho ver televisión, pero hasta hace poco nunca tuvo relación con mi obra ni con mi manera de hacer fotos. Después de varios mediodías viendo a Mauro (Viale) me di cuenta, que, sin querer, estaba estudiando a los personajes, que como en una calesita, giraban y giraban por su programa un día sí, otro día, no. Yo también, casi día por medio miraba fascinado esa galería del terror que él presentaba. Me di cuenta que quería trabajar con lo que veía porque me parecía interesante la reacción que me producía: era como un circo que yo no podía dejar de mirar. Es un circo, ¿no? El resultado fue “La familia” (Rojas, 1997), una serie de fotografías color de la -ahora desbandada- familia Tarantini. Creo que es la primera vez que la realidad política-social entró en mi obra de forma directa. No hay nada más menemista, más representativo de esta época que los chicos Tarantini y la noche, el Conejo y sus problemas judiciales y Pata Villanueva, la más consciente y autoirónica de los cuatro. Por eso, ella pudo posar contando billetes de todos los colores. Kuitca me ayudó a decidirme por Pata antes que por la (Silvia) Süller. Estábamos en Punta del Este y Guillermo me dice, “Pata es más dramática y no tan ignorante”.

Después de esa muestra yo sabía que quería seguir retratando mujeres. Había pensado en Graciela Fernández Meijide con sus ojeras, pero ya no me interesa. No me interesa la Meijide de después de las elecciones de octubre (1997), ni el discurso que tiene en este momento.

Pero cuando la (Sonia) Becce me pidió un proyecto para L’Alliance primero pensé algo francés. Esta muestra la puedo contar porque me la acuerdo muy bien. Todo lo que imaginaba era poco sofisticado o demasiado sofisticado. Hasta que un día, estando en el Museo Nacional de Bellas Artes, escucho a una mujer que parlotea. Miro hacia abajo y veo unos zapatos verdes brillantes. Subo la mirada y encuentro un vestido floreado con una cartera haciendo juego, sigo y veo un peinado Madame Du Barry o María Antonieta; ¡a las siete de la tarde! Pensé que era Isabel Sarli. Pero, no. Ahí me la presentan, era un personaje increíble, un disparate.

La cabeza me hizo clic. Voy a hacer una serie de mujeres. La lista fue variando. Por fin me quedé con Aída Schneider, Beba Olivera, Felisa Rocha, Lía Rosa Gálvez, Cecilia Peluffo, Dalila Puzzovio, Petra Montigny. Me parecen hermosas. Son audaces, sofisticadas, desprejuiciadas. No tienen problemas ni por esto, ni por lo otro. No les importa nada. Son o fueron ricas, más bien son o actúan como primeras damas. Estas mujeres no tienen edad, yo aprendí eso.

Necesitaba que ellas confíen, confíen, confíen. Por eso les dije que traigan algo que las haga sentir cómodas. Todas vinieron al estudio con sus ropas, joyas, sombreros. No me podía trasladar con el equipo. Además, a mí me daba terror sacar las fotos en las casas. A ver si con un cable tiraba un jarrón Ming. Me agarraba un ataque.


Empecé con Aída, enseguida me pareció genial. Hablamos por teléfono y fui varias veces a verla, antes de las seis de la tarde porque después tiene torneo de bridge. Un día hablábamos de lo que se pondría para la toma y, en eso, le pide a su empleada algo de su placcard, creo que del ocho. “Quiero todas” dice, y aparece una mucama con una pila que empieza a desplegar por los sillones. Eran capas de gala. Las miramos y Aída me dice “me parece que le quedan mejor a los sillones que a mí”. Yo la había visto hace mucho en una muestra en lo de Alberto Elía. Lo único que recuerdo de entonces son sus ojos, un diamante que tenía en la mano y el silencio que se produjo cuando entró.

Con Beba tomé el té en el Alvear a la seis de la tarde. Llegué cinco minutos antes porque quería aprovechar la claridad. Hice un snapshot (instantánea) y después nos quedamos como una hora y media conversando y me leyó las manos. Beba dijo que se quiere fotografiar en el estudio con un turbante maravilloso y con algún sombrero. Beba es el cine. No es actriz, en parte es dueña de los estudios Aries. Tiene un programa de cable y lee el tarot.

Felisa es muy divertida, le gusta hacer teatro y cantar. Su marido se dedica al campo. Me recibió en su dormitorio porque fui a las 11 de la mañana a desayunar. Hablamos de tiempos pasados, del teatro, de como va la cosecha, de esto y lo otro. Quedamos que iba a lucir pieles en la sesión fotográfica, pero usó plumas. Al otro día de las tomas con ella me llamó la gente de limpieza del estudio para preguntarme qué había pasado: estaba todo lleno de plumas.

A Lía Rosa la conocía de los Setenta, de la noche. Con Lía fue un encuentro bastante lindo porque me preguntó mucho sobre SIDA, me preguntó como estaba yo de salud, qué tratamiento tenía. Nos encontramos directamente en el estudio y no dio ningún problema. Vino con un bolso, trajo unos chales, unos collares de turquesas. Me preguntó si me gustaba cómo tenía el pelo. Había que modelarlo un poco más y le di una máquina de viento.

Elegí a Cecilia porque es una delirante. Vino con un prendedor repujado de plata divino, que era más grande que ella y se lo puso encima de una camisa de tul y yo todo el tiempo pensaba, “ahora se le rompe todo y se queda en tetas”, pero no. Estuvo muy bien. Es muy intrigante, es un gato frente al lente de la cámara. El ojo de Cecilia come el lente de la cámara y el del fotógrafo también.

Dalila me llamó por teléfono para que le haga una foto para el catálogo del ICI y vino con Charlie Squirru, que traía la ropa. Además, la fotografié con un sweater con pelotitas de colores que tenía puesto. Quedó tan divina que la quise poner en la muestra.

No sé si es condesa o vizcondesa, Petra... -¡ay, tiene un apellido!- es internacional. Vive casi todo el tiempo en Punta del Este y viene bastante acá por la gala del Colón, las fiestas. La conocí en un baile de disfraces que hice en una casa que yo tenía en José Ignacio, un largo verano de comienzos de los Noventa. Días después, cuando salíamos del edificio Tequendama, ese de la Mansa, Petra se puso a cantar Lili Marlene tan bien -habla miles de idiomas- que yo empecé a cortar las hortensias de la entrada para dárselas. El portero se enojó mucho, pero nosotros nos fuimos a bailar a Le Club hasta la madrugada. Apareció en el estudio con un vestido tejido y topacios en cada mano, no vino con sus rubíes. Lo único lindo es que me fui a dormir pensando en rubíes.

Mi diálogo con ellas fue bárbaro, por momentos parecía de telenovela. La última vez tomamos el té en la casa de Felisa con la excusa de mostrarles los contactos. Les advertí que lo que iban a ver eran sólo pruebas, no las tomas definitivas. En el té me morí de hambre, yo no había comido pensando que sería importante. Pero había un budincito de limón, casero, muy rico, con té y buena vajilla. Uno de los temas que se tocó fue la taza y el problema del puloil en la limpieza de esas tazas. Yo no me aburría, hablaba de cine, de “Querelle” de Fassbinder con Beba. Con Lía hablaba de yoga.

La Becce insistió, pero a mí no me gustó ponerle a la serie “Marie Antoinette” (junio, 1998). Pero si es por lo de reina francesa está bien. A mí me hubiera gustado que se llame “preciosas en technicolor”. Son preciosas porque son libres. Lo que me atrae es que son totalmente distintas. Algunas están muy solas. A mi eso me partió el alma, tener tanto y estar tan solas.

Cuando iba a visitarlas, yo también me preparaba, me vestía con cuidado. Me sentí como un príncipe de la corte trabajando con ellas, las reinas. Era como si yo fuera un hijo que cuidaba a la reina madre. Se portaron bárbaro, una vez que se comprometieron lo hicieron bien. Trabajé en serio y me sentí muy gratificado y después me quedé vacío.

V Verlichak