Artes Combinadas presenta el capítulo dedicado al fotógrafo argentino Alejandro Kuropatwa, que falleció de sida el 5 de febrero de 2003 en Buenos Aires; acababa de cumplir 47 años. Desde hace años que era una figura reconocida de la escena local por su fotografía insolente, placentera e incómoda y por sus gestos políticos vinculados con su enfermedad.
Su última muestra, una retrospectiva de 120 fotografías que llamó Manifiesto, se inauguró en junio 2002 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Hace rato que Alejandro, que había encontrado consuelo en la religión judía, trabajaba sabiendo que era “sólo por hoy”. Era querido y será extrañado.
“El ojo del que mira. Artistas de los Noventa” (Fundación Proa, Buenos Aires, 1998) de Victoria Verlichak.
Alejandro Kuropatwa. Sólo por hoy
Alejandro Kuropatwa es uno de los fotógrafos actuales más interesantes. Por sus implicancias personales y sociales, la semblanza de Alejandro pertenece más a esta década, aún cuando su trayectoria artística comenzó mucho antes.
Como quiera que sea, en estos momentos de frágiles percepciones, Kuropatwa comenzó a existir para mí en 1990, tras el impacto de la muestra “Treinta días en la vida de A.”. Me llevé a casa el libro de tapas azules publicado por Benzacar para la ocasión. Miraba las fotos a menudo, pasaron varios días y yo aún seguía indecisa. Desconfiaba de la fuerte impresión que me causaban. No sabía qué pensar. ¿Las imágenes rayadas eran tramposas y estaban repletas de trucos? La opinión de un psicoanalista amigo, hizo que atendiera a mi emoción. Descubrí que las intrigantes fotos eran verdaderas. Eran audaces e inesperadas apariciones y desapariciones deslizándose frente al desnudo ojo del que mira.
Conocí personalmente a Alejandro unos meses después, cuando fuimos a visitarlo con Orly. Ella quería que yo vea las fotos de su próxima muestra -nadie lo decía pero todos lo pensábamos: ¿sería la última?- en el Rojas, quería que yo publique algo en “Noticias” quería verlo a Alejandro contento.
Comimos los deliciosos vareniques que había hecho su mamá. Me acuerdo que en esos días no estaba nada bien, a veces hinchado por los remedios, otras por el acompañante terapéutico. También me acuerdo de un cumpleaños que hizo un domingo al mediodía. Estaba feliz. Allí estaba su padre y una fauna más bien nocturna que se había despertado con esfuerzo para ver al amigo. Eran y son permanentes sus cambios de estados de ánimo. Hay días que es expansivo, ocurrente y otros que no, que no le interesa hablar, recordar detalles, datos, fechas. Según el momento, los tonos disparatados y divertidos se alternan con una voz cansada y monótona.
Entre los almuerzos preparados por Celsa -su hada, como él la llama-, pude tomarle el pulso a una vida llena de ilusión y desesperación. Pude apartar sus tics y su sensación de ser “centro del mundo” para apreciar su humor y coraje, el coraje de estar más solo. No lo dice, pero todos podemos ver que el suyo es un combate duro contra la enfermedad. Lo vi con y sin bigote, más gordo, más flaco. El Kuropatwa de hoy es capaz de gestos políticos y de sensatos ahorros de plata y energía. Exagerado, hay que escucharlo hablar, arrastra algunas palabras y se le nota un perfecto inglés por detrás.