Una
celebración.
El
Rojas (Av. Corrientes
2038) cumple 30 años de su creación y sigue desarrollando sus espacios de
teatro, literatura, múltiples cursos abiertos a la comunidad. La Galería
del Rojas se inauguró 13 de julio de 1989 con la
instalación de Liliana Maresca (1951-1994): “Lo que el viento se
llevó”.
A continuación el
capítulo dedicado a Gumier Maier en el libro “El ojo del que mira. Artistas de
los Noventa” (Fundación Proa, 1998), de V Verlichak, que comienza así:
“Algo mayor que los
otros integrantes de este libro, Gumier Maier se halla en una categoría aparte.
Artista, fue el curador de la Galería del Centro
Cultural Rector
Ricardo Rojas de la Universidad de
Buenos Aires durante los años constitutivos de un importante
grupo de
artistas ”.
Por Victoria Verlichak
Algo mayor que los otros integrantes de este libro, Gumier Maier se halla en una categoría aparte. Artista, fue el curador de la Galería del Centro Cultural Rector Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires durante los años constitutivos de un importante grupo de artistas.Lo conocí primero como una firma en la revista “El Porteño” en la década del Ochenta, durante los primeros años de la recuperación democrática. Me llamó la atención por su discurso franco y disparatado, incisivo y abierto a la polémica, al debate de ideas.
Entonces no sabía que Gumier canta boleros como ninguno, ni tampoco que su visión sería decisiva en el desarrollo del arte de los Noventa. Le perdí la pista y lo volví a encontrar como curador del Rojas, como vulgarmente llamamos a la galería de Corrientes 2038.
Al promediar su experiencia como curador, ya para entonces el afecto de muchos y su bien ganada fama lo precedían. Imagino que con una sonrisa, entre tierna y sarcástica, soportó la negación tanto como el reconocimiento del espacio que supo cuidar. Vio multiplicar el efecto de su tarea, al confirmar que muchos de los artistas elegidos caprichosamente por él, pasaron a engrosar las filas de expositores de lugares de prestigio como el ICI, el Museo Nacional de Bellas Artes, las galerías Ruth Benzacar y Aninna Nosei, de Buenos Aires y Nueva York.
Se despidió de su trabajo como curador presentando “El Tao del Arte” (1), una liberadora y provocadora muestra con la obra de 24 artistas, que exhibieron en la galería cuando él era su director. La exposición, en el Centro Cultural Recoleta, no solo resumió la propuesta estética albergada por Gumier -un trabajo en los bordes, nada declamatorio y sin una voluntad crítica deliberada- sino que recogió la vitalidad de parte del arte de los años Noventa. Gumier nunca pretendió arrogarse un copyright o imponer una línea, aún cuando es un feroz defensor de su tarea. Al margen y/o a pesar de sus intenciones, estiró los límites del arte,
entre la baja y la alta cultura, al centrar su mirada en lo humilde, efímero y cotidiano.
Aunque se confiesa como un hombre de otra época (“porque tengo otros tiempos, porque me copa mucho la naturaleza, el silencio, la reclusión y porque el progreso me parece una calamidad”), paradójicamente, alienta la producción de un arte absolutamente renovador.
Este artista, de “la mirada fascinada”, es tan miope que hasta se salvó de hacer el servicio militar por esa causa. Los anteojos ocultan un poco el brillo de sus ojos azules, pero no su perspicacia y picardía.
En el módico panorama de las artes locales, Gumier detentó una cuota interesante de poder, pero jamás tuvo necesidad de ponerse las botas -en verdad, usa zapatillas porque es vegetariano y no soporta llevar cuero-, supo usar la persuasión y la ventaja intelectual que le otorgaba su experiencia artística y emocional. Gumier habla bajo, quizá porque siempre estuvo tan convencido de lo que hacía. Su decir afilado, también permite la generosidad.
Cuando dejó la dirección de la galería del Rojas pensó que sus días como curador habían terminado, pero desde entonces ha preparado varias muestras en Buenos Aires y en Rosario. Decidió alejarse de esa tarea para recuperar su privacidad y volver con más placer a su pintura.
Por estos días realiza una obra pequeña, con líneas onduladas que se pierden en intimidades no reveladas. En esta época instalada en la cultura de lo visual, donde prima la imagen absoluta y el “yo” está en todos lados, Gumier se distancia. Elimina la narración, excluye deliberadamente la imagen y elige nuevamente la abstracción.
Es posible que los estudios de jardinería, que toma en el Jardín Botánico, hicieron crecer, asomar, esas formas orgánicas que se multiplican en sus témperas y que Gumier llama sus “bocetitos”. Mi impresión es que, en un sentido, no se los toma muy en serio, quizá porque en él habita la certeza que “el arte, como la vida, no conduce a ninguna parte”.
Al promediar su experiencia como curador, ya para entonces el afecto de muchos y su bien ganada fama lo precedían. Imagino que con una sonrisa, entre tierna y sarcástica, soportó la negación tanto como el reconocimiento del espacio que supo cuidar. Vio multiplicar el efecto de su tarea, al confirmar que muchos de los artistas elegidos caprichosamente por él, pasaron a engrosar las filas de expositores de lugares de prestigio como el ICI, el Museo Nacional de Bellas Artes, las galerías Ruth Benzacar y Aninna Nosei, de Buenos Aires y Nueva York.
Se despidió de su trabajo como curador presentando “El Tao del Arte” (1), una liberadora y provocadora muestra con la obra de 24 artistas, que exhibieron en la galería cuando él era su director. La exposición, en el Centro Cultural Recoleta, no solo resumió la propuesta estética albergada por Gumier -un trabajo en los bordes, nada declamatorio y sin una voluntad crítica deliberada- sino que recogió la vitalidad de parte del arte de los años Noventa. Gumier nunca pretendió arrogarse un copyright o imponer una línea, aún cuando es un feroz defensor de su tarea. Al margen y/o a pesar de sus intenciones, estiró los límites del arte,
entre la baja y la alta cultura, al centrar su mirada en lo humilde, efímero y cotidiano.
Aunque se confiesa como un hombre de otra época (“porque tengo otros tiempos, porque me copa mucho la naturaleza, el silencio, la reclusión y porque el progreso me parece una calamidad”), paradójicamente, alienta la producción de un arte absolutamente renovador.
Este artista, de “la mirada fascinada”, es tan miope que hasta se salvó de hacer el servicio militar por esa causa. Los anteojos ocultan un poco el brillo de sus ojos azules, pero no su perspicacia y picardía.
En el módico panorama de las artes locales, Gumier detentó una cuota interesante de poder, pero jamás tuvo necesidad de ponerse las botas -en verdad, usa zapatillas porque es vegetariano y no soporta llevar cuero-, supo usar la persuasión y la ventaja intelectual que le otorgaba su experiencia artística y emocional. Gumier habla bajo, quizá porque siempre estuvo tan convencido de lo que hacía. Su decir afilado, también permite la generosidad.
Cuando dejó la dirección de la galería del Rojas pensó que sus días como curador habían terminado, pero desde entonces ha preparado varias muestras en Buenos Aires y en Rosario. Decidió alejarse de esa tarea para recuperar su privacidad y volver con más placer a su pintura.
Por estos días realiza una obra pequeña, con líneas onduladas que se pierden en intimidades no reveladas. En esta época instalada en la cultura de lo visual, donde prima la imagen absoluta y el “yo” está en todos lados, Gumier se distancia. Elimina la narración, excluye deliberadamente la imagen y elige nuevamente la abstracción.
Es posible que los estudios de jardinería, que toma en el Jardín Botánico, hicieron crecer, asomar, esas formas orgánicas que se multiplican en sus témperas y que Gumier llama sus “bocetitos”. Mi impresión es que, en un sentido, no se los toma muy en serio, quizá porque en él habita la certeza que “el arte, como la vida, no conduce a ninguna parte”.
Una mirada fascinada
La planta baja del edificio era un desastre aún cuando el Rojas funcionaba allí como proyecto cultural desde 1984. El Rojas era conocido por su principal actividad, que era el teatro, y porque allí Batato Barea (1961-1991) realizó sus maravillosas puestas en escena.Estaban por hacer una remodelación y al entonces director del Centro, Leopoldo Sosa Pujato, se le ocurrió destinar un sitio para exposiciones. Daniel Molina, con quien trabajé como periodista y estaba en el área de literatura, pensó que un pasillo ancho, que conducía a los baños y a la amplia entrada de la sala teatral, podía convertirse en una galería dirigida por mí. Así fue como ese corredor se transformó en un espacio informal nuevo, sin marcas. Me llamaron. Era 1989.
No es habitual convocar a un artista para que oficie de curador, pero no hubo ocasión para la perplejidad. Me hice cargo con un inexistente presupuesto y absoluta libertad. No había una línea a seguir, era simplemente un centro cultural que se estaba abriendo, con mucha concurrencia de gente joven y con cosas novedosas. Tenía esa marca, si se quiere, transgresora, alternativa entre comillas. Era una cosa libre, nunca me dijeron nada y jamás siquiera tuve que consultar una coordinación.
Quiero destacar la absoluta ética de los funcionarios universitarios que estaban en el Rojas. Una vez me llegaron unos trabajos de unos sobrinos de un rector o un decano. Tengo que señalar la diferencia que hay con el menemismo. Bueno, acá primero apareció la carpeta y cuando yo la rechacé recién me enteré de quién era, no me quisieron decir antes para no condicionarme. En ese marco trabajé yo, es decir, hice lo que se me cantó, punto.
La Galería del Rojas se inauguró 13 de julio de 1989 con la instalación de Liliana Maresca (1951-1994), “Lo que el viento se llevó”, un conjunto de deterioradas sillas y mesas de un recreo del Tigre, que eran casi el negativo de las del bar estudiantil que había ahí. Ella ya venía mostrando su producción desde la caída de la dictadura militar, pero siempre fue marginal, trabajó en el borde.
En ese momento podía perfectamente mostrar la obra de cualquiera. No podía decir, “a ver si meto la pata” porque ni yo ni el espacio existíamos. ¿Cómo iba a meter la pata? Esa paranoia yo no la tuve nunca.
Estuve en total como siete años, aunque hubo un salto en 1990. Me fui por un tiempo porque muchas de las obras de la primera muestra de “Harte, Pombo, Suárez” (1989) fueron seriamente dañadas. Fue dramático, se armó quilombo y renuncié. Pero no me aceptaron la renuncia. “Vamos a esperar”, me dijeron. En 1990, bueno, hubo una programación, pero decidí no estar. Como la dirección estaba acéfala, ahí en 1991 apareció Magdalena Jitrik. Pero a los pocos días me volvieron a llamar para pedirme que retome la dirección y trabajé junto con Magdalena durante dos años.
Cuando empecé no tenía una idea previa. Ya conocía a Marcelo Pombo, Alfredo Londaibere, Alberto Goldenstein, al grupo “Mariscos en tu calipso”, que eran Sebastián Gordin, Emiliano Miliyo, Sebastián Pagés, Máximo Lutz -ahora se dedica a hacer tatuajes-, y una tal Cas, que tampoco pinta más. Sabía que estaban produciendo y me gustaba lo que hacían, tenían obra poco o nada exhibida. Yo les dije, “tengo un lugarcito, ¿quieren mostrar?” ¿Sí? Bueno, mostraron.
El primer boom empieza con el apoyo de Pablo Suárez y Roberto Jacoby, que eran amigos míos. Jacoby, por ejemplo, se engancha muchísimo con Pombo y le compra un cuadro, ahí. Fue una cosa bastante inédita, digamos, que venga un tipo a comprar una obra rarísima a un lugar de mierda. A Suárez le fascinó la individual de Pombo y entonces le propuso hacer la primera versión de “Harte, Pombo, Suárez”, con Miguel Harte. Sí, esa que fue un desastre, pero que -por la presencia de Suárez- también fue como una especie de muestra consagratoria.
El primero que publicó algo sobre el Rojas fue Miguel Briante, él era muy amigo de Pablo y comentó esta muestra en “Página/12”. A partir de 1991, Fabián Lebenglik empieza a comentar todas las muestras y después también Jorge López Anaya y otros. Tampoco es que me esforzaba mucho con la prensa, nunca hice una cosa así, de alto perfil. Eramos casi como un club, como una banda de gente que se iba sosteniendo.
Al principio no hubo un aluvión de carpetas, primero llegaban de a poquito. No teníamos invitaciones, se hacían unos afichitos espantosos que los mismos artistas repartían. Yo tampoco me llamaba curador. Tenía ese espacio, estaba a cargo y les hacía mostrar a los chicos de la mejor manera posible. Ellos hacían la prensa y todo era muy casero, muy doméstico.
En 1992 ya el Rojas tenía cierta fama, pero no era muy visitado, hasta a la gente del ambiente le costaba venir. Entonces decidí presentar “Algunos artistas” (2), una especie de retrospectiva en el Recoleta. Eso fue lo que le dio al Rojas mucha visibilidad, porque encima ahí coincidió con las Jornadas Internacionales de la Crítica y la muestra fue vista por curadores y críticos del exterior. A partir de eso, el Rojas comenzó a ser solicitado por artistas más establecidos.
Ahí me di cuenta que me gustaba mucho ser curador y que es una tarea que me copa. En las primeras muestras la gente colgaba sola, es decir, si yo decía que un cuadro no me gustaba mucho, los artistas me decían “pero a mí me gusta, lo quiero” y lo ponían igual. En ese sentido yo no era un curador, era más director de sala porque me ocupaba de que todo funcione. Desde ya que invitaba yo a los artistas en base a la obra, pero no curaba las muestras.
Curar una muestra es saber qué es lo mejor para la muestra, generalmente el artista nunca lo sabe porque está muy cerca de su obra y no puede ver. Entonces curar es saber qué está haciendo el artista, qué es lo más importante en su producción, cómo dialogan las obras entre sí, qué obra es redundante y no hay que poner, cuál hace un pedido de lectura, por ahí la onda está bien, por ahí está mal.
Aprendí en el diálogo con los artistas. Pronto supe exigir de otra manera y empecé a meterme en la producción de las muestras, a acompañar más a los artistas. La palabra exigencia no me gusta. Diría que empecé a meterme porque me di cuenta que yo podía. Descubrí que el modo en que a mí me gusta ser curador es casi como ser un psicoanalista.
¿Si soy consciente que hice algo muy especial? Sí, pero siempre digo -y esto no es humildad, porque carezco de ese defecto- que si yo hubiese entrado al Rojas con una idea preconcebida acerca de cómo venía el arte, podría adjudicarme los frutos de un propósito. Pero acá sucedió que ya había un montón de artistas trabajando antes de 1989 -que es cuando asume Menem la presidencia de la Nación- y yo sólo les abrí un lugar. Aunque los artistas no hayan tenido intención crítica, no es un arte que acompaña al menemismo, ni lo cuestiona. Si hubiera habido cinco o seis espacios dispuestos a mostrarlos, no se hubiera notado mi tarea. Resultó que el Rojas terminó teniendo casi un monopolio de ciertas producciones estéticas porque en el circuito no había una mínima apertura para estos jóvenes. Por ahí, si en ese lugar hubiese estado otro con una mirada similar a la mía, hubiese hecho lo mismo. Yo necesito fascinarme. Siento que me engancho con las obras que producen, construyen, cierto misterio, algo que me llama. Creo que mi mirada es así, una mirada fascinada.
Ay, sí, sé que de algún modo es prestigioso para un artista decir que expuso en el Rojas. ¡Es tan cómico esto! La gente es generosa cuando hace memoria porque también ha habido cada uno que ya ni existe. Realmente no fue todo tan homogéneo en el Rojas, digamos la verdad. Al principio hubo obras que no volvería a exponer hoy, no porque eran de mala calidad sino porque pertenecían a otras estéticas ya sancionadas por otros lugares.
Pero no hay una “estética Rojas”, yo siempre descalifiqué eso. Basta ver a cinco o seis artistas que supuestamente tienen la línea Rojas y entre sí no tienen nada que ver. Muchos se equivocaron y creyeron que poniendo perlitas o pintando travestis -es una burrada, estoy exagerando- eran “muy Rojas”. Rechacé un montón de carpetas con esas porquerías, cosas anacrónicas, retóricas, huecas.
Cuando hice esa antológica en 1992, ahí sí pensé en el espíritu Rojas y ahí quedaron varios afuera de la selección. El título de “Algunos artistas” me pareció gracioso por lo modesto, raso. Representaba el grado cero de la curaduría, en el sentido que no había una idea ni una hipótesis, no había una “línea Rojas”. Directamente, se mostraron unos artistas que me habían fascinado a mí. Entre ellos, quizá había algo muy ingenuo. En todos ellos yo veía algo, en algún punto, desbordado, en el sentido de que se salían de lo previsto. Sí, algo muy obsesivo, no diría fanático, pero con ciertos recursos usados con insistencia, como que en eso había una verdad y creo que eso fue lo que pudo aglutinarlos. Recién ahora, cuando preparaba el texto para el catálogo de “El Tao del Arte” pude reflexionar acerca de todo aquello.
Además, creo que el Rojas nació en el momento justo. Había una cantidad de artistas, que hoy son conocidos, que no estaban siendo atendidos. Creo que eso hoy no pasa. Son como oleadas, ahora no parece haber una actividad emergente tan grossa, con tantos artistas importantes.
No sé, es difícil ¿cómo se puede decir que un artista es mejor que otro? En arte, decir quién es más importante, quién es mejor, es quedarse sin otro. Claro que, en función de curador, tuve que elegir todo el tiempo. Pero yo nunca dije quién era mejor, elegí lo que me interesaba. Eso es muy distinto, nunca hice un ranking. Eso es para los premios y concursos, que me parecen un disparate.
Ahora no soy más curador, ni del Rojas ni de ningún otro lugar. Me fui porque quise, necesitaba un cambio y sabía que después de renunciar me iba a sentir un poco desorientado. Pero siento que, en definitiva, sigo siendo curador, así que en algún momento voy a curar algo, no se qué y no me preocupa. Entre otras razones, el dejar la curaduría tan sistemática tiene que ver con volver a mirar mi propia obra, volver la mirada más hacia lo mío y poder producir. Hay momentos en que se cansa la mirada, ya miré tanto y se me gastó la energía.
Confieso que a mí me gusta mucho más ver arte, pintura, que la cosa física de pintar. Una vez dije que, tal vez, si alguien hiciese las cosas que yo hago, no me tomaría el trabajo de pintar.
Cuando me dicen que el Rojas es como una versión más modesta, en cuanto a los recursos, del (Instituto Torcuato) Di Tella, me siento fascinado en lo personal. Pero hay grandes diferencias, detrás no está la Fundación Rockefeller, el Rojas es un organismo oficial que depende de la Universidad. La verdadera experiencia inédita es que, en momentos que todo es privatizado, la Universidad haya dejado -a veces a su pesar- que el Rojas adquiera una identidad propia. La experiencia del Rojas habla de la posibilidad de generar un espacio público interesante y absolutamente democrático con mínimos recursos, con ética y dos dedos de frente.
El Rojas es mucho más que la Galería. Es el cine, allí se exhibió primero “La última tentación de Cristo” de Martin Scorsese y “Sebastián” de Derek Jarman. Es el teatro experimental y Batato haciendo sus espectáculos. Estoy hablando de los Ochenta y pico, cuando era inimaginable que un travesti tenga la exposición que tiene hoy. Batato fue un gran artista y el Rojas fue su lugar.
Una de las cosas más geniales del Rojas son los asistentes-alumnos de la tercera edad. A partir de las 11 de la mañana, al medio día, se ven viejas por todos lados yendo y viniendo a sus cursos de computación, de idiomas. Son maravillosas, ni esperan el ascensor, suben las escaleras y hablan entre ellas con un entusiasmo bárbaro. Hay recitales para jóvenes, desde 1994 está la fotogalería dirigida por Alberto Goldenstein y un montón de cosas interesantes.
Con lo de montón, me refería a la cantidad increíble de actividades del Rojas. Porque en realidad, estoy en contra de los amontonamientos, de esta especie de frivolización de las artes visuales, de los récords de público, de las mega o macro muestras. No, yo quiero caminar o trasladarme para poder contemplar una o más obras en una actitud religiosa.
Directamente, yo quisiera ver arte en un templo. A los que dicen que revaloricé cartones e hilitos colgando, les sonará raro esto que estoy diciendo. Pero ¿por qué no pueden estar en un templo los hilitos colgando? Vi la muestra de Andrés Serrano (Proa, 1997) casi en soledad. Me encantó poder contemplar sus fotografías con esa intimidad, con ese tiempo, con las pausas, diciendo cosas nada brillantes. Estaba con dos amigas y teníamos una actitud contemplativa que últimamente está muy resentida y me parece que hay que respetar y recuperar.
Prefiero lo anacrónico en cuanto a la manera de mostrar, tendría que ser más anacrónico. Estoy totalmente en desacuerdo con mostrar en una carnicería. No me opongo a que un cuadro esté en un restaurante, pero entre el helecho y el potus, el ruido y los mozos, no puede estar bien exhibido. En los restaurantes puede quedar muy lindo para decorar las paredes, pero creo más en la situación religiosa de mirar. No es lo decorativo lo que me molesta, eso me gusta, ésa es la función del arte.
Es como el concepto decorativo del tokonoma en la tradición japonesa. El tokonoma es un objeto precioso -desde una flor seca hasta una pintura tradicional, una vasija de porcelana, un recuerdo de un antepasado- que se exhibe individualmente, generalmente en el lugar más íntimo de la casa, con poca luz y muy despojado. El tokonoma es algo muy bello para ser admirado, casi adorado. Decorativo o sagrado, es y no es las dos cosas al mismo tiempo. Cuando en nuestro país se habla de lo decorativo suena peyorativo. Lo decorativo tendría que tener una carga agradable. La gente se confunde, llama decorativo a lo menos decorativo y no decorativo, a lo más decorativo.
Creo que en esta década hay una cierta cantidad de artistas o de obras que se ven muy legisladas, muy pautadas, son obras muy obedientes a lo que está circulando en los centros hegemónicos. Tenemos artistas tanto folk y cachivacheros como los que usan tecnología. Por un lado, me parece que paralelamente coexisten una gran cantidad de artistas que se desentienden de esto, que no constituyen ningún grupo y que no sé si tienen muchos rasgos en común. Quizá lo que los une es, precisamente, el no estar marcados por la legislación que dice lo que debe ser el arte hoy.
Pablo Siquier me decía que el veía a cierto arte de los Noventa como haciendo foco y creo que tiene razón. Porque si uno se pone a pensar, muchos autores de los Noventa se concentran en mecanismos que se reiteran, en pocos elementos. El no hablaba de tamaños, lo del foco no es sólo lo chico, es lo nítido. En mi obra, por ejemplo, es la nitidez que resulta de la cinta que uso para pintar, la nitidez de la línea geométrica.
Creo que por un lado hay una especie de exacerbación de este arte racionalista, ¿no?, y eso puede tener que ver con una necesidad de centramiento, de centrarse adentro antes que afuera. Pero creo que igual se fuerzan definiciones. Cuando hicimos la muestra del “Rational Twist” (Nueva York, 1996), Carlos Basualdo nos vinculó con el movimiento Arte Concreto-invención, Madí. Obviamente hay un parentesco, pero sumamente precario, porque todos usan rayas geométricas como Raúl Lozza, por ejemplo, porque todo tiene formas duras con rectas y yo tengo formas redondas con rectas, pero eso no alcanza para vincularnos.
Tengo una anécdota sobre eso que es casi desopilante. Cuando descubrí a Lozza me deslumbró, yo tendría 15 años más o menos. Me fascino con Lozza y todo el grupo Concreto-invención y los Madí. Ahora, para mí eran grandes líricos, eso era lo que yo leía. Cuando añísimos después me entero, digamos, del contenido de su manifiesto y que su meta era superar todo vestigio de ilusionismo y hacer un arte para la sociedad del futuro, etc., etc., podría decir que hice lo que se llama una mala lectura, aberrante directamente. Si yo entendí algo de Madí, del arte concreto, lo entendí todo mal, es decir, fue un equívoco. Mi parecido con Madí y con el arte concreto es casi un equívoco, el de todos.
Así que lo del foco creo que es para tener en cuenta, tanto como algo que dijo la Buccellato hablando de Pombo, pero que puede aplicarse a otros artistas. Ella habla de flotamiento, flotación, y a mí esa idea me gustó. Me parece que eso tiene que ver con los Noventa, ¿no? Flotar también quiere decir salvarse. Uno flota del naufragio sin oponerse ni resistirse, o sea, sin querer ir ni a favor ni contra la corriente. Dejar que la cosa venga. No creo que sea comodidad, más bien creo que es sabiduría. Bueno, yo también me opongo a un montón de cosas, esto no quiere decir ser cómplice y no luchar por nada. Me parece que muchas producciones están muy vinculadas a los procesos vitales, a la experiencia de vida de estos artistas, a lo que le pasa al ser humano que está dentro.
Lejos de lo racionalista, de lo geo, hay muchos artistas que trabajan con elementos populares que son confundidos con ingredientes kitsch. Sobre esto reina la ignorancia y creo que es parte de la cultura inmigrante que tenemos, que hace que esté muy asentado el concepto de que lo popular es de mal gusto. Sí, por eso de “mi hijo el doctor, hemos avanzado, escondamos nuestros orígenes”. Sobre todo tenemos el ojo, el juicio tan severo, como para no tomar lo que nos brinda, inclusive, la sociedad de consumo.
En todo caso hay una enorme falta de visión. Cuando se dice que la obra de fulano es kitsch, no se le falta el respeto al artista, creo que se le falta el respeto a la procedencia de esos objetos, que son encantadores. Yo me divierto muchísimo en las casas de chucherías chinas, me encantan. Disfruto el dorado, el bordó, los flecos. ¿Por qué son de mal gusto?
Justamente, me parece que en muchos de estos artistas de los Noventa no hay un uso del kitsch. Porque si el kitsch es lo no genuino, lo que pretende ser y no es, éste no es el caso, porque son auténticos.
La palabra light (liviano), que primero fue utilizada para elogiar la producción de algunos, porque se percibió que el arte de ese momento se aligeró de tics, terminó siendo adosada de forma peyorativa y reprobatoria a muchos artistas de los Noventa.
Sin gestos declamativos, que muchas veces no tienen nada que ver con un compromiso real, la obra de Pombo, por ejemplo, se relaciona con lo que sucede a su alrededor. El tiene un cuadro que se llama “Navidad en San Francisco Solano” -que estuvo en la muestra del “Tao”- hecho con cartón de envases, pegados con cinta y decoraditos con plásticos. Mientras lo hacía, no se dio cuenta que esos eran los mismos materiales con los que tapaban los agujeros de los vidrios cuando se rompían en la escuela diferencial donde enseñaba. Como no tenían presupuesto para reponerlos, él, con los pobres mogólicos, jugando, decoraban los cartones y los pegaban para que no entre el frío, para que todo no sea tan patético. Esta cosa decorativa y banal, ¿será un reflejo de la banalidad que circula en gran parte de la sociedad o tiene que ver con una cosa mucho más primaria, emotiva, sincera?
Aunque vengamos de Colombia y no sepamos que Solano es pobre, ya hay algo en la obra que transmite ese amor. Es una pena que muchos no lleguen a ese amor porque están llenos de prejuicios. La vieja idea que interroga acerca de lo qué quiso hacer el artista -criticar, reirse, advertir, comentar, ilustrar- pone una barrera frente a la obra. Hay que olvidarse que el arte es un documento más y tratar de ver qué nos pasa con la obra, a ver si nos resuena.
También hay un mal entendido acerca de mi opinión sobre las transgresiones. Que algo resulte transgresor no está bien ni mal, estoy en contra del propósito de la transgresión. Porque transgredir, tanto como ser alternativo, implica una sujeción a un modelo. Responder ante un modelo al que se quiere cuestionar, achica la libertad de la obra de arte.
¿Los Noventa? Creo que puede ser la aparición de varios artistas importantes, creo que uno es Pombo y probablemente otro haya sido Omar Schiliro (1962-1994).
Aparte hay otra cosa. Mi viejo, que es italiano (mi tatarabuelo francés, Gumier, se había ido a Italia), acepta ponerme el único nombre que tiene dos sílabas con sonido de jota y que lo torna impronunciable para él. Con lo cual yo siempre fui “Corque”, me podría haber puesto Horacio, Raúl, no “Corque”.
Mi madre Emma siempre fue ama de casa y mi padre, Gino, era un inmigrante que llegó acá para trabajar y terminó siendo un empresario en metalúrgica. Yo estaba fascinado con la fábrica, creo que fue el primer gran paisaje estético de mi vida, así, deslumbrante. Iba al trabajo con él y me encantaba porque en la metalúrgica había mucho metal, chapas y muchísimos recortes en el piso. Los traía a casa y con ellos hacía lo que hoy llamaríamos instalaciones y objetos. Jugaba con eso y después los tiraba a la mierda, que sé yo, y volvía a juntar nuevos.
Soy de una familia de pocos relatos sobre el pasado, todo era medio tabú -Europa, miseria, represión-, trágico. Fui sabiendo la historia de mi padre mucho después. Era de una familia campesina que estaba medio en la lona, venía del norte de Venecia, de un campo aburridísimo. Mi madre es argentina y sé un poco más sobre la familia porque mis abuelos maternos Maier, que eran austríacos, vivieron con nosotros. En realidad, la abuela murió antes que yo nazca. Teníamos una casa con parque muy grande en Morón y mi tío abuelo Rodolfo vivía en una casa contigua, inmensa, con animales y plantas. Había de todo, primero estaban los rosales, después la quinta y los animales. En algún momento, hasta tuvimos un chancho, una vaca y un caballo. La gente que pasaba por la avenida se sorprendía, porque era una cosa media del campo en la ciudad. Sí, eso me copaba mucho y me va a seguir copando, plantar, que crezcan las cosas, cosechar, todo eso. Viví ahí hasta los nueve años, pero conservo un recuerdo idílico, placentero. Después nos mudamos a Ramos Mejía -un barrio con más plata-, porque mis padres ya habían progresado.
No sé a qué edad me di cuenta que iba a ser artista. Creo que mi primer acercamiento lo encontré en mi tío abuelo que era carpintero y hacía unos muebles artesanales divinos. El era muy alegre, un solterón muy simpático que jugaba con sus sobrinos. A él le copaba mucho dibujar y se compraba grandes libros de pájaros, que copiaba, con lápices de color y un trazo muy nervioso, en unas carpetas impresionantes de hojas Canson. A veces los pintaba en los muebles.
Yo era muy sedentario y lo que me gustaba era leer y pintar. Leía el “Lo sé todo” y estaba entusiasmado con la mitología griega. A los cinco o seis años fui a pintar con una maestra de barrio. Que sé yo, supongo que habrá sido mi madre la que me llevó porque me la pasaba dibujando. Con el dibujo no hice nada más que eso. Fui a una primaria del Estado y abandoné la secundaria cuando estaba en tercer año, al mismo tiempo que ingresé al primer año de la Manuel Belgrano. Eso fue en 1969, hice nada más que ese año. Al año siguiente, creo, fui unos meses a estudiar grabado con Mabel Rubli y me pareció copado. Después de eso no fui a ningún taller de pintura ni seminario, nunca más, nada de nada con nadie.
Hubo otras cosas que formaron mi mirada. Cuando éramos chicos veraneábamos en Mar del Plata con los parientes de mi padre. Eso era bárbaro, me encanta y me hace muy bien el mar. La estética de Mar del Plata de los años Cincuenta me impactó mucho. Creo que el centro y los murales modernos de los grandes edificios, la cosa del mar y los colores, tienen que ver con mis cuadros abstractos. Y no sólo eso influyó en mi obra, creo que la pizzería y heladería de mis tíos también me pegó. Era una joya, con luces fuertes, con la fórmica de las mesas haciendo juego con los azulejos y los almanaques, con la cortina de tiritas de plástico con colores y diseños. Además, era genial porque yo iba detrás del mostrador y me podía servir un vermucito, una porcioncita de muzzarella, una pizza.
Tengo una anécdota muy loca que confirma que el reciclaje y la reelaboración de esos climas de mi infancia es muy profunda en mi obra. Mi vieja no entiende un pomo de pintura, pero cuando la invité a ver la muestra en el Estudio Giesso (1990), mira mis cuadros, estos abstractos, y me dice, ¿”Ay, sabés a que me hacen acordar? Son igualitos a la peluquería de la tía Esther”.
Ahí me di cuenta que, mucho más que con las vanguardias, con las que generalmente se me asocia, lo mío tiene que ver con la decoración de interiores. Lo mío es un híbrido, primero veo la peluquería de mi tía, el hall de entrada de casas viejas como la mía -llenas de art-nouveau y cursilerías- y después veo a (Piet) Mondrian y a las vanguardias del siglo. A mí me resulta muy familiar la mezcla del rigor geométrico con esa cosa medio cursi. Pero creo que para entrar en mi obra no hace falta enterarse de esos climas ni filtrarla a través de la historia del arte.
Hasta los 20, 21 viví en la casa de mis viejos y ahí pintaba en mi cuarto. Era un quilombo, porque cuando empecé a trabajar, había pegado mucho el informalismo y Jorge de la Vega (1930-1971) y la neofiguración. Entonces yo juntaba basura y basura, porque habíamos pactado con mi vieja que ella no podía entrar a mi dormitorio. Pero me aguantaban y mi vieja me sigue, se pone contenta cuando aparecen notas en la prensa.
Desde 1989, hice algo todos los años aunque soy un artista intermitente. Nunca dejé, me dicen que ser curador es otra manera de ser artista. Me fui metiendo cada vez más como curador y al final paró mi producción, pero esto también está netamente vinculado a la enfermedad de Omar.
Ahora, estoy haciendo obra chiquitita, temperas sobre papel, como bocetitos ¿no? Me cansé de la cosa grande y medio ostentosa, monumental. Necesitaba volver a contactarme con la práctica de una manera mucho más sencilla. Mis obras anteriores estaban hechas en madera, aglomerado, era una cosa muy farragosa, pero esto no quiere decir que no retome el formato grande. Lo que pasa es que este formato necesita mucha dedicación técnica y no me deja ver, justamente, qué es lo que se modifica de la obra. Ha pasado el tiempo y algún cambio ha habido. Siento que este trabajo más íntimo con las temperitas tiene que ver con mi energía actual. Estoy tratando de volver a la pintura de una forma más placentera y con menos exigencia y con menos rollo. Realmente, he encontrado pocos momentos de placer pintando, yo más bien soy de los que sufren pintando.
Cuando teníamos el taller con Omar en la calle Anchorena era bárbaro. Vivimos juntos desde 1984 hasta que murió en 1994. El empezó a producir en 1991 y yo ya venía trabajando desde antes. Pero no mucho antes, porque recién en 1988, 1989, ya grandecito, decidí parar con la franela y mostrar. Dije, “basta chiquito, me llamo artista y nadie me conoce ni vio nunca un cuadro mío”. A partir de entonces hice por lo menos una individual por año y algunas muestras colectivas. Mi primera fue en 1989, en el Recoleta cuando lo dirigía Giesso, a quien conocía por haber participado de colectivas en el Estudio Giesso. Charlie Espartaco hizo una crítica demasiado buena, ahí, con la primera individual.
Con Schiliro dio la casualidad que tuvimos un montón de fechas convergentes y así que los dos teníamos que producir al mismo tiempo. Si bien la casa no era muy chica, era un quilombo porque, bueno, éramos dos y él usaba materiales gigantes y yo tenía mis maderas recortadas. Además, nunca estábamos solos, siempre había tres o cuatro personas más trabajando, entre otros, Pombo, Londaibere, Chano (Feliciano Centurión, 1962-1996).
Para mí esos eran momentos muy críticos, más allá de la presencia de Omar que era fundamental. Era todo un clima de artistas y colaboradores, produciendo y opinando y trayendo. Era un momento de sufrimiento por esa cosa neurótica de la fecha -siempre uno se busca algo para torturarse un poco-, ¿llego o no llego? Pero en realidad había una cosa de mucho goce también, de placer.
Yo boceto muchísimo, pero más que bocetos son como garabatos, después algunos me encantan y me llaman a pintarlos. Bueno, no es que dudo, pero todas mis primeras obras, hasta 1994, las eligieron primero Schiliro, después Pombo y Centurión. Decían “va éste” y yo los hacía y el resto, a la mierda. Hasta el color elegían, me acuerdo perfectamente de unos cuadros que el color era de Feliciano. Me dijo: “acá va un violeta” y yo iba y ponía el violeta. Pero no sé si llamarlo duda, como nunca encaro la obra con un propósito, más que duda es como un extravío del que alguien me tiene que ayudar a volver.
A lo largo de los años puedo diferenciar dos momentos de mi producción. Bueno, sí, yo fui figurativo hasta 1988. Hacía una especie de pintura de transvanguardia como era la usanza en aquel entonces, una cosa medio neoexpresionista en blanco y negro.
Es interesante como llego a la abstracción. Para mi primer individual justo consigo un auspicio de un fabricante de acrílicos y decido usar color. Empiezo a pintar las cosas que yo hacía y el color era durísimo, quedaba horrible. Entonces, digo, “perdí el sentido del color”. Me decido a estudiar y entonces empecé a agarrar unas maderitas y a hacer contrastes puros de color, o sea, cuadraditos para ejercicios y me encantó, me pareció divino. Llegué de pura casualidad. Esa muestra -que sorprendió mucho a Giesso porque me había aceptado en base a la figuración- marca lo que en definitiva es un solo período, el abstracto, decorativo, que incluye la muestra del ICI de principios de 1993. Igual, siempre hubo diferencias porque al principio, yo ahí usaba muchas rectas y en mi último período había gran cantidad de marcos rococó.
Pero creo que lo que hago es siempre un paisaje, muy entre comillas; paisaje, digo, en el sentido de clima. Con el tiempo, charlando con gente llegué a la conclusión de que yo me aferré a los telones de la escenografía de mi infancia porque nunca entendí la trama, nunca cazaba cuál era mi papel ni quién era el director. Nunca entendí nada. A mí me parece que mis pinturas son paisajes en el sentido que después de hechas, cuando las veo después de un tiempo, me transmiten una sensación de totalidad casi balsámica.
La belleza en sí es una fuerza moral positiva. Creo que mis obras tienen una carga de nostalgia y de espiritualidad, pero no son una reflexión acerca de nada, son la suspensión de la reflexión. Creo que el arte es totalmente ineficaz para ejercer una real crítica acerca de las injusticias sociales y políticas, para eso está el periodismo. El arte es siempre crítico en un sentido más amplio, ¿no? Siempre hay una insatisfacción, una falta que me lleva a producir y eso implica una crítica.
Lo que sí creo que está muy presente en mi obra es la mariconería, en el sentido de chico solitario, jugando con las ollas, los manteles. Yo le hacía los vestiditos a los muñecos de mi hermana, cortaba telitas. ¿Qué decían en casa? No sé, supongo que me decían “maricón, andá a jugar a la pelota”. Y yo seguía mariconeando. ¿Sufrí? Crecer gay fue muy duro. Pero de muy chico me planté y dije “¡a la mierda!”. Era medio kamikaze, pero bueno, estoy contento. La palabra mariconería para mí no es despectiva, obviamente que existía y existe un uso ofensivo. La uso porque gay suena muy militar. Cuando yo era chico no existía ni la militancia ni la palabra gay. De todos modos, la mariconería en mi obra no es programática. No hay agenda, ¿se entiende? No digo “voy a trabajar una retórica gay o un tópico gay”. Digo mariconería, desde la cosa más simpática de adornar, de juntar, de hacer cositas con un énfasis en la decoración, en esas cosas.
Sí, mis obras están entre la pintura y el objeto porque, en general, tienen un soporte duro y formas recortadas. Mis pinturas siempre fueron algo tipo mueble. No quiero ser redundante, pero eso viene de la infancia, de mi tío carpintero, de los muebles, los espejos. Imagino que los rulos, las curvitas y volutas de mis marcos también se me pegaron de las pinturas surrealistas que había visto de chico.
Aunque el aspecto real de mi pintura es geométrico, yo empiezo manchando como un pintor académico tradicional. Ahí mancho de rojo, amarillo, rosita, y recién después que se organizan las manchas, pego las cintas para hacer todo parejo. Pero la improvisación en el color está y creo que los colores son de Buenos Aires. Soy muy mirón y camino mirando las fachadas. No elijo los colores sino que los vivo, me enamoro de ellos y aparecen.
Yo pintaba y ella le daba a la máquina de escribir. Siempre necesité compartir el taller, los ámbitos de trabajo, porque vivo la creación como una cosa muy solitaria. Me siento como desamparado y entonces el trabajo en sí no me es placentero y la única forma de hacerlo placentero es trabajar con gente, no necesariamente en lo mismo.
Dejamos la casa hace dos años y extraño muchisímo a María. A mí el Tigre me encanta. Soy muy contemplativo y esa casa tenía una visión panorámica impresionante, se veía la curva del río. Era una vista fantástica, vivía en el muelle. En el invierno también me pasaba horas mirando, teníamos un gran ventanal. No me asustaban las tormentas ni las crecidas del río, me acostumbré.
Supongo que ahí, en medio de la naturaleza, reviví la cosa de la infancia, de granja. Durante mucho tiempo, mi fantasía era vivir en el Tigre en forma permanente, pero el problema era que allá no tenía una actividad de la que pudiese vivir.
Todo mi laburo es urbano y, además, también me gustan las ciudades. Ahora vivo en Parque Patricios, cerca de la cárcel de Caseros, en una casa vieja con un patio, en donde estoy armando una huertita. Según la dirección del viento, puedo escuchar las conversaciones que mantienen a los gritos algunos presos con sus visitas que, no sé bien por qué, no pueden entrar al penal. Pensé que me iba a molestar, pero estoy bien acá.
Me gusta Buenos Aires, para mí es una ciudad bárbara y ahora que me mudé estoy conociendo el Sur, que no lo conocía mucho. Preferiría que fuese una ciudad más amable, realmente es muy neurótica y hostil. Me gusta arquitectónicamente, pero además, están los lugares donde viví y está la gente y la historia.
El otro día me decía Fabio (Kacero) que, justamente, el mejor paradigma de esta sociedad es lo que le ocurre a esas viejas que van en colectivo. Por ahí antes tomaban taxi, pero ahora no pueden pagarlo. Suben y al poner la moneda, el colectivo frena, ¡crujjj!, y, con solo sacar el boleto, ya son tres machucones en la espalda. Es impresionante.
Yo todavía puedo tomar el colectivo, pero me gusta caminar por la ciudad. Me gusta levantarme y, generalmente, lo primero que hago es ir a comprar el diario y desayunar en algún barcito. Después camino un poco y cuando me aburro vuelvo. La mañana es densa para mí y tengo que salir un poco, pero a partir del mediodía me voy organizando.
Las clases me estructuran mucho, hay que ir, prepararlas, evaluar. Doy clases de diseño gráfico tres veces por semana en el Rojas y en la Universidad de General Sarmiento, de eso vivo mayormente. Ahora se diseña con computadora, pero yo no uso computadora, más precisamente yo doy “Introducción al diseño gráfico”.
Mi relación con la gente es bastante buena. Soy de Leo y no soy muy paciente ni conmigo, ni con nadie. Hace ya mucho tiempo que doy clases. Al principio se me iban todos los alumnos, pero después fui bajando las pretensiones, me fui acomodando. Ahora ya tengo un programa que repito y que funciona bien y es útil para ellos y termina quedándose la mitad, que está bien. Porque, en realidad, hay una mitad que no sirve, que se equivocó.
El primero que publicó algo sobre el Rojas fue Miguel Briante, él era muy amigo de Pablo y comentó esta muestra en “Página/12”. A partir de 1991, Fabián Lebenglik empieza a comentar todas las muestras y después también Jorge López Anaya y otros. Tampoco es que me esforzaba mucho con la prensa, nunca hice una cosa así, de alto perfil. Eramos casi como un club, como una banda de gente que se iba sosteniendo.
Al principio no hubo un aluvión de carpetas, primero llegaban de a poquito. No teníamos invitaciones, se hacían unos afichitos espantosos que los mismos artistas repartían. Yo tampoco me llamaba curador. Tenía ese espacio, estaba a cargo y les hacía mostrar a los chicos de la mejor manera posible. Ellos hacían la prensa y todo era muy casero, muy doméstico.
En 1992 ya el Rojas tenía cierta fama, pero no era muy visitado, hasta a la gente del ambiente le costaba venir. Entonces decidí presentar “Algunos artistas” (2), una especie de retrospectiva en el Recoleta. Eso fue lo que le dio al Rojas mucha visibilidad, porque encima ahí coincidió con las Jornadas Internacionales de la Crítica y la muestra fue vista por curadores y críticos del exterior. A partir de eso, el Rojas comenzó a ser solicitado por artistas más establecidos.
Ahí me di cuenta que me gustaba mucho ser curador y que es una tarea que me copa. En las primeras muestras la gente colgaba sola, es decir, si yo decía que un cuadro no me gustaba mucho, los artistas me decían “pero a mí me gusta, lo quiero” y lo ponían igual. En ese sentido yo no era un curador, era más director de sala porque me ocupaba de que todo funcione. Desde ya que invitaba yo a los artistas en base a la obra, pero no curaba las muestras.
Curar una muestra es saber qué es lo mejor para la muestra, generalmente el artista nunca lo sabe porque está muy cerca de su obra y no puede ver. Entonces curar es saber qué está haciendo el artista, qué es lo más importante en su producción, cómo dialogan las obras entre sí, qué obra es redundante y no hay que poner, cuál hace un pedido de lectura, por ahí la onda está bien, por ahí está mal.
Aprendí en el diálogo con los artistas. Pronto supe exigir de otra manera y empecé a meterme en la producción de las muestras, a acompañar más a los artistas. La palabra exigencia no me gusta. Diría que empecé a meterme porque me di cuenta que yo podía. Descubrí que el modo en que a mí me gusta ser curador es casi como ser un psicoanalista.
¿Si soy consciente que hice algo muy especial? Sí, pero siempre digo -y esto no es humildad, porque carezco de ese defecto- que si yo hubiese entrado al Rojas con una idea preconcebida acerca de cómo venía el arte, podría adjudicarme los frutos de un propósito. Pero acá sucedió que ya había un montón de artistas trabajando antes de 1989 -que es cuando asume Menem la presidencia de la Nación- y yo sólo les abrí un lugar. Aunque los artistas no hayan tenido intención crítica, no es un arte que acompaña al menemismo, ni lo cuestiona. Si hubiera habido cinco o seis espacios dispuestos a mostrarlos, no se hubiera notado mi tarea. Resultó que el Rojas terminó teniendo casi un monopolio de ciertas producciones estéticas porque en el circuito no había una mínima apertura para estos jóvenes. Por ahí, si en ese lugar hubiese estado otro con una mirada similar a la mía, hubiese hecho lo mismo. Yo necesito fascinarme. Siento que me engancho con las obras que producen, construyen, cierto misterio, algo que me llama. Creo que mi mirada es así, una mirada fascinada.
Ay, sí, sé que de algún modo es prestigioso para un artista decir que expuso en el Rojas. ¡Es tan cómico esto! La gente es generosa cuando hace memoria porque también ha habido cada uno que ya ni existe. Realmente no fue todo tan homogéneo en el Rojas, digamos la verdad. Al principio hubo obras que no volvería a exponer hoy, no porque eran de mala calidad sino porque pertenecían a otras estéticas ya sancionadas por otros lugares.
Pero no hay una “estética Rojas”, yo siempre descalifiqué eso. Basta ver a cinco o seis artistas que supuestamente tienen la línea Rojas y entre sí no tienen nada que ver. Muchos se equivocaron y creyeron que poniendo perlitas o pintando travestis -es una burrada, estoy exagerando- eran “muy Rojas”. Rechacé un montón de carpetas con esas porquerías, cosas anacrónicas, retóricas, huecas.
Cuando hice esa antológica en 1992, ahí sí pensé en el espíritu Rojas y ahí quedaron varios afuera de la selección. El título de “Algunos artistas” me pareció gracioso por lo modesto, raso. Representaba el grado cero de la curaduría, en el sentido que no había una idea ni una hipótesis, no había una “línea Rojas”. Directamente, se mostraron unos artistas que me habían fascinado a mí. Entre ellos, quizá había algo muy ingenuo. En todos ellos yo veía algo, en algún punto, desbordado, en el sentido de que se salían de lo previsto. Sí, algo muy obsesivo, no diría fanático, pero con ciertos recursos usados con insistencia, como que en eso había una verdad y creo que eso fue lo que pudo aglutinarlos. Recién ahora, cuando preparaba el texto para el catálogo de “El Tao del Arte” pude reflexionar acerca de todo aquello.
Además, creo que el Rojas nació en el momento justo. Había una cantidad de artistas, que hoy son conocidos, que no estaban siendo atendidos. Creo que eso hoy no pasa. Son como oleadas, ahora no parece haber una actividad emergente tan grossa, con tantos artistas importantes.
No sé, es difícil ¿cómo se puede decir que un artista es mejor que otro? En arte, decir quién es más importante, quién es mejor, es quedarse sin otro. Claro que, en función de curador, tuve que elegir todo el tiempo. Pero yo nunca dije quién era mejor, elegí lo que me interesaba. Eso es muy distinto, nunca hice un ranking. Eso es para los premios y concursos, que me parecen un disparate.
Ahora no soy más curador, ni del Rojas ni de ningún otro lugar. Me fui porque quise, necesitaba un cambio y sabía que después de renunciar me iba a sentir un poco desorientado. Pero siento que, en definitiva, sigo siendo curador, así que en algún momento voy a curar algo, no se qué y no me preocupa. Entre otras razones, el dejar la curaduría tan sistemática tiene que ver con volver a mirar mi propia obra, volver la mirada más hacia lo mío y poder producir. Hay momentos en que se cansa la mirada, ya miré tanto y se me gastó la energía.
Confieso que a mí me gusta mucho más ver arte, pintura, que la cosa física de pintar. Una vez dije que, tal vez, si alguien hiciese las cosas que yo hago, no me tomaría el trabajo de pintar.
Cuando me dicen que el Rojas es como una versión más modesta, en cuanto a los recursos, del (Instituto Torcuato) Di Tella, me siento fascinado en lo personal. Pero hay grandes diferencias, detrás no está la Fundación Rockefeller, el Rojas es un organismo oficial que depende de la Universidad. La verdadera experiencia inédita es que, en momentos que todo es privatizado, la Universidad haya dejado -a veces a su pesar- que el Rojas adquiera una identidad propia. La experiencia del Rojas habla de la posibilidad de generar un espacio público interesante y absolutamente democrático con mínimos recursos, con ética y dos dedos de frente.
El Rojas es mucho más que la Galería. Es el cine, allí se exhibió primero “La última tentación de Cristo” de Martin Scorsese y “Sebastián” de Derek Jarman. Es el teatro experimental y Batato haciendo sus espectáculos. Estoy hablando de los Ochenta y pico, cuando era inimaginable que un travesti tenga la exposición que tiene hoy. Batato fue un gran artista y el Rojas fue su lugar.
Una de las cosas más geniales del Rojas son los asistentes-alumnos de la tercera edad. A partir de las 11 de la mañana, al medio día, se ven viejas por todos lados yendo y viniendo a sus cursos de computación, de idiomas. Son maravillosas, ni esperan el ascensor, suben las escaleras y hablan entre ellas con un entusiasmo bárbaro. Hay recitales para jóvenes, desde 1994 está la fotogalería dirigida por Alberto Goldenstein y un montón de cosas interesantes.
Los hilitos en el templo
Directamente, yo quisiera ver arte en un templo. A los que dicen que revaloricé cartones e hilitos colgando, les sonará raro esto que estoy diciendo. Pero ¿por qué no pueden estar en un templo los hilitos colgando? Vi la muestra de Andrés Serrano (Proa, 1997) casi en soledad. Me encantó poder contemplar sus fotografías con esa intimidad, con ese tiempo, con las pausas, diciendo cosas nada brillantes. Estaba con dos amigas y teníamos una actitud contemplativa que últimamente está muy resentida y me parece que hay que respetar y recuperar.
Prefiero lo anacrónico en cuanto a la manera de mostrar, tendría que ser más anacrónico. Estoy totalmente en desacuerdo con mostrar en una carnicería. No me opongo a que un cuadro esté en un restaurante, pero entre el helecho y el potus, el ruido y los mozos, no puede estar bien exhibido. En los restaurantes puede quedar muy lindo para decorar las paredes, pero creo más en la situación religiosa de mirar. No es lo decorativo lo que me molesta, eso me gusta, ésa es la función del arte.
Es como el concepto decorativo del tokonoma en la tradición japonesa. El tokonoma es un objeto precioso -desde una flor seca hasta una pintura tradicional, una vasija de porcelana, un recuerdo de un antepasado- que se exhibe individualmente, generalmente en el lugar más íntimo de la casa, con poca luz y muy despojado. El tokonoma es algo muy bello para ser admirado, casi adorado. Decorativo o sagrado, es y no es las dos cosas al mismo tiempo. Cuando en nuestro país se habla de lo decorativo suena peyorativo. Lo decorativo tendría que tener una carga agradable. La gente se confunde, llama decorativo a lo menos decorativo y no decorativo, a lo más decorativo.
Creo que en esta década hay una cierta cantidad de artistas o de obras que se ven muy legisladas, muy pautadas, son obras muy obedientes a lo que está circulando en los centros hegemónicos. Tenemos artistas tanto folk y cachivacheros como los que usan tecnología. Por un lado, me parece que paralelamente coexisten una gran cantidad de artistas que se desentienden de esto, que no constituyen ningún grupo y que no sé si tienen muchos rasgos en común. Quizá lo que los une es, precisamente, el no estar marcados por la legislación que dice lo que debe ser el arte hoy.
Pablo Siquier me decía que el veía a cierto arte de los Noventa como haciendo foco y creo que tiene razón. Porque si uno se pone a pensar, muchos autores de los Noventa se concentran en mecanismos que se reiteran, en pocos elementos. El no hablaba de tamaños, lo del foco no es sólo lo chico, es lo nítido. En mi obra, por ejemplo, es la nitidez que resulta de la cinta que uso para pintar, la nitidez de la línea geométrica.
Creo que por un lado hay una especie de exacerbación de este arte racionalista, ¿no?, y eso puede tener que ver con una necesidad de centramiento, de centrarse adentro antes que afuera. Pero creo que igual se fuerzan definiciones. Cuando hicimos la muestra del “Rational Twist” (Nueva York, 1996), Carlos Basualdo nos vinculó con el movimiento Arte Concreto-invención, Madí. Obviamente hay un parentesco, pero sumamente precario, porque todos usan rayas geométricas como Raúl Lozza, por ejemplo, porque todo tiene formas duras con rectas y yo tengo formas redondas con rectas, pero eso no alcanza para vincularnos.
Tengo una anécdota sobre eso que es casi desopilante. Cuando descubrí a Lozza me deslumbró, yo tendría 15 años más o menos. Me fascino con Lozza y todo el grupo Concreto-invención y los Madí. Ahora, para mí eran grandes líricos, eso era lo que yo leía. Cuando añísimos después me entero, digamos, del contenido de su manifiesto y que su meta era superar todo vestigio de ilusionismo y hacer un arte para la sociedad del futuro, etc., etc., podría decir que hice lo que se llama una mala lectura, aberrante directamente. Si yo entendí algo de Madí, del arte concreto, lo entendí todo mal, es decir, fue un equívoco. Mi parecido con Madí y con el arte concreto es casi un equívoco, el de todos.
Así que lo del foco creo que es para tener en cuenta, tanto como algo que dijo la Buccellato hablando de Pombo, pero que puede aplicarse a otros artistas. Ella habla de flotamiento, flotación, y a mí esa idea me gustó. Me parece que eso tiene que ver con los Noventa, ¿no? Flotar también quiere decir salvarse. Uno flota del naufragio sin oponerse ni resistirse, o sea, sin querer ir ni a favor ni contra la corriente. Dejar que la cosa venga. No creo que sea comodidad, más bien creo que es sabiduría. Bueno, yo también me opongo a un montón de cosas, esto no quiere decir ser cómplice y no luchar por nada. Me parece que muchas producciones están muy vinculadas a los procesos vitales, a la experiencia de vida de estos artistas, a lo que le pasa al ser humano que está dentro.
Lejos de lo racionalista, de lo geo, hay muchos artistas que trabajan con elementos populares que son confundidos con ingredientes kitsch. Sobre esto reina la ignorancia y creo que es parte de la cultura inmigrante que tenemos, que hace que esté muy asentado el concepto de que lo popular es de mal gusto. Sí, por eso de “mi hijo el doctor, hemos avanzado, escondamos nuestros orígenes”. Sobre todo tenemos el ojo, el juicio tan severo, como para no tomar lo que nos brinda, inclusive, la sociedad de consumo.
En todo caso hay una enorme falta de visión. Cuando se dice que la obra de fulano es kitsch, no se le falta el respeto al artista, creo que se le falta el respeto a la procedencia de esos objetos, que son encantadores. Yo me divierto muchísimo en las casas de chucherías chinas, me encantan. Disfruto el dorado, el bordó, los flecos. ¿Por qué son de mal gusto?
Justamente, me parece que en muchos de estos artistas de los Noventa no hay un uso del kitsch. Porque si el kitsch es lo no genuino, lo que pretende ser y no es, éste no es el caso, porque son auténticos.
La palabra light (liviano), que primero fue utilizada para elogiar la producción de algunos, porque se percibió que el arte de ese momento se aligeró de tics, terminó siendo adosada de forma peyorativa y reprobatoria a muchos artistas de los Noventa.
Sin gestos declamativos, que muchas veces no tienen nada que ver con un compromiso real, la obra de Pombo, por ejemplo, se relaciona con lo que sucede a su alrededor. El tiene un cuadro que se llama “Navidad en San Francisco Solano” -que estuvo en la muestra del “Tao”- hecho con cartón de envases, pegados con cinta y decoraditos con plásticos. Mientras lo hacía, no se dio cuenta que esos eran los mismos materiales con los que tapaban los agujeros de los vidrios cuando se rompían en la escuela diferencial donde enseñaba. Como no tenían presupuesto para reponerlos, él, con los pobres mogólicos, jugando, decoraban los cartones y los pegaban para que no entre el frío, para que todo no sea tan patético. Esta cosa decorativa y banal, ¿será un reflejo de la banalidad que circula en gran parte de la sociedad o tiene que ver con una cosa mucho más primaria, emotiva, sincera?
Aunque vengamos de Colombia y no sepamos que Solano es pobre, ya hay algo en la obra que transmite ese amor. Es una pena que muchos no lleguen a ese amor porque están llenos de prejuicios. La vieja idea que interroga acerca de lo qué quiso hacer el artista -criticar, reirse, advertir, comentar, ilustrar- pone una barrera frente a la obra. Hay que olvidarse que el arte es un documento más y tratar de ver qué nos pasa con la obra, a ver si nos resuena.
También hay un mal entendido acerca de mi opinión sobre las transgresiones. Que algo resulte transgresor no está bien ni mal, estoy en contra del propósito de la transgresión. Porque transgredir, tanto como ser alternativo, implica una sujeción a un modelo. Responder ante un modelo al que se quiere cuestionar, achica la libertad de la obra de arte.
¿Los Noventa? Creo que puede ser la aparición de varios artistas importantes, creo que uno es Pombo y probablemente otro haya sido Omar Schiliro (1962-1994).
Me robaron el nombre
No me gusta que me digan Jorge. Directamente, Gumier Maier. Nací el 27 de julio de 1953 y me iban a llamar como mis dos abuelos, algo con Francisco y con Antonio, pero la enfermera fue la que de verdad me puso el nombre. Mis padres dejaron que me robaran el nombre ni bien nací. Se quedaron abatatados cuando ella les dijo, “Ah!, pobre chico, le van a poner un nombre tan antiguo. ¿Por qué no le ponen Jorge Alberto?”, que estaba de moda en esa época. Es una pasión que tengo por el nombre Francisco, como que me correspondía y me lo robaron.Mi madre Emma siempre fue ama de casa y mi padre, Gino, era un inmigrante que llegó acá para trabajar y terminó siendo un empresario en metalúrgica. Yo estaba fascinado con la fábrica, creo que fue el primer gran paisaje estético de mi vida, así, deslumbrante. Iba al trabajo con él y me encantaba porque en la metalúrgica había mucho metal, chapas y muchísimos recortes en el piso. Los traía a casa y con ellos hacía lo que hoy llamaríamos instalaciones y objetos. Jugaba con eso y después los tiraba a la mierda, que sé yo, y volvía a juntar nuevos.
Soy de una familia de pocos relatos sobre el pasado, todo era medio tabú -Europa, miseria, represión-, trágico. Fui sabiendo la historia de mi padre mucho después. Era de una familia campesina que estaba medio en la lona, venía del norte de Venecia, de un campo aburridísimo. Mi madre es argentina y sé un poco más sobre la familia porque mis abuelos maternos Maier, que eran austríacos, vivieron con nosotros. En realidad, la abuela murió antes que yo nazca. Teníamos una casa con parque muy grande en Morón y mi tío abuelo Rodolfo vivía en una casa contigua, inmensa, con animales y plantas. Había de todo, primero estaban los rosales, después la quinta y los animales. En algún momento, hasta tuvimos un chancho, una vaca y un caballo. La gente que pasaba por la avenida se sorprendía, porque era una cosa media del campo en la ciudad. Sí, eso me copaba mucho y me va a seguir copando, plantar, que crezcan las cosas, cosechar, todo eso. Viví ahí hasta los nueve años, pero conservo un recuerdo idílico, placentero. Después nos mudamos a Ramos Mejía -un barrio con más plata-, porque mis padres ya habían progresado.
No sé a qué edad me di cuenta que iba a ser artista. Creo que mi primer acercamiento lo encontré en mi tío abuelo que era carpintero y hacía unos muebles artesanales divinos. El era muy alegre, un solterón muy simpático que jugaba con sus sobrinos. A él le copaba mucho dibujar y se compraba grandes libros de pájaros, que copiaba, con lápices de color y un trazo muy nervioso, en unas carpetas impresionantes de hojas Canson. A veces los pintaba en los muebles.
Yo era muy sedentario y lo que me gustaba era leer y pintar. Leía el “Lo sé todo” y estaba entusiasmado con la mitología griega. A los cinco o seis años fui a pintar con una maestra de barrio. Que sé yo, supongo que habrá sido mi madre la que me llevó porque me la pasaba dibujando. Con el dibujo no hice nada más que eso. Fui a una primaria del Estado y abandoné la secundaria cuando estaba en tercer año, al mismo tiempo que ingresé al primer año de la Manuel Belgrano. Eso fue en 1969, hice nada más que ese año. Al año siguiente, creo, fui unos meses a estudiar grabado con Mabel Rubli y me pareció copado. Después de eso no fui a ningún taller de pintura ni seminario, nunca más, nada de nada con nadie.
Hubo otras cosas que formaron mi mirada. Cuando éramos chicos veraneábamos en Mar del Plata con los parientes de mi padre. Eso era bárbaro, me encanta y me hace muy bien el mar. La estética de Mar del Plata de los años Cincuenta me impactó mucho. Creo que el centro y los murales modernos de los grandes edificios, la cosa del mar y los colores, tienen que ver con mis cuadros abstractos. Y no sólo eso influyó en mi obra, creo que la pizzería y heladería de mis tíos también me pegó. Era una joya, con luces fuertes, con la fórmica de las mesas haciendo juego con los azulejos y los almanaques, con la cortina de tiritas de plástico con colores y diseños. Además, era genial porque yo iba detrás del mostrador y me podía servir un vermucito, una porcioncita de muzzarella, una pizza.
La suspensión de la reflexión
Mis recuerdos de la infancia son grandes paisajes, climas, la cocina, la pizzería de Mar del Plata, la peluquería de mi tía Esther, que tenía una decoración maravillosa. Yo tendría seis años cuando iba ahí y en un descuido le afanaba el matizador de pelo y me teñía de rosa o champagne y otro día de blanco o azulado. Cuando volvía a casa mi madre me lavaba la cabeza para que no me vea mi viejo. Me fascinaba ver los secadores, las patitas de los muebles, las cortinas. Era bárbaro, era lo más moderno hasta que llegó la televisión. Mi familia fue de las primeras en el barrio en tener un aparato.Tengo una anécdota muy loca que confirma que el reciclaje y la reelaboración de esos climas de mi infancia es muy profunda en mi obra. Mi vieja no entiende un pomo de pintura, pero cuando la invité a ver la muestra en el Estudio Giesso (1990), mira mis cuadros, estos abstractos, y me dice, ¿”Ay, sabés a que me hacen acordar? Son igualitos a la peluquería de la tía Esther”.
Ahí me di cuenta que, mucho más que con las vanguardias, con las que generalmente se me asocia, lo mío tiene que ver con la decoración de interiores. Lo mío es un híbrido, primero veo la peluquería de mi tía, el hall de entrada de casas viejas como la mía -llenas de art-nouveau y cursilerías- y después veo a (Piet) Mondrian y a las vanguardias del siglo. A mí me resulta muy familiar la mezcla del rigor geométrico con esa cosa medio cursi. Pero creo que para entrar en mi obra no hace falta enterarse de esos climas ni filtrarla a través de la historia del arte.
Hasta los 20, 21 viví en la casa de mis viejos y ahí pintaba en mi cuarto. Era un quilombo, porque cuando empecé a trabajar, había pegado mucho el informalismo y Jorge de la Vega (1930-1971) y la neofiguración. Entonces yo juntaba basura y basura, porque habíamos pactado con mi vieja que ella no podía entrar a mi dormitorio. Pero me aguantaban y mi vieja me sigue, se pone contenta cuando aparecen notas en la prensa.
Desde 1989, hice algo todos los años aunque soy un artista intermitente. Nunca dejé, me dicen que ser curador es otra manera de ser artista. Me fui metiendo cada vez más como curador y al final paró mi producción, pero esto también está netamente vinculado a la enfermedad de Omar.
Ahora, estoy haciendo obra chiquitita, temperas sobre papel, como bocetitos ¿no? Me cansé de la cosa grande y medio ostentosa, monumental. Necesitaba volver a contactarme con la práctica de una manera mucho más sencilla. Mis obras anteriores estaban hechas en madera, aglomerado, era una cosa muy farragosa, pero esto no quiere decir que no retome el formato grande. Lo que pasa es que este formato necesita mucha dedicación técnica y no me deja ver, justamente, qué es lo que se modifica de la obra. Ha pasado el tiempo y algún cambio ha habido. Siento que este trabajo más íntimo con las temperitas tiene que ver con mi energía actual. Estoy tratando de volver a la pintura de una forma más placentera y con menos exigencia y con menos rollo. Realmente, he encontrado pocos momentos de placer pintando, yo más bien soy de los que sufren pintando.
Cuando teníamos el taller con Omar en la calle Anchorena era bárbaro. Vivimos juntos desde 1984 hasta que murió en 1994. El empezó a producir en 1991 y yo ya venía trabajando desde antes. Pero no mucho antes, porque recién en 1988, 1989, ya grandecito, decidí parar con la franela y mostrar. Dije, “basta chiquito, me llamo artista y nadie me conoce ni vio nunca un cuadro mío”. A partir de entonces hice por lo menos una individual por año y algunas muestras colectivas. Mi primera fue en 1989, en el Recoleta cuando lo dirigía Giesso, a quien conocía por haber participado de colectivas en el Estudio Giesso. Charlie Espartaco hizo una crítica demasiado buena, ahí, con la primera individual.
Con Schiliro dio la casualidad que tuvimos un montón de fechas convergentes y así que los dos teníamos que producir al mismo tiempo. Si bien la casa no era muy chica, era un quilombo porque, bueno, éramos dos y él usaba materiales gigantes y yo tenía mis maderas recortadas. Además, nunca estábamos solos, siempre había tres o cuatro personas más trabajando, entre otros, Pombo, Londaibere, Chano (Feliciano Centurión, 1962-1996).
Para mí esos eran momentos muy críticos, más allá de la presencia de Omar que era fundamental. Era todo un clima de artistas y colaboradores, produciendo y opinando y trayendo. Era un momento de sufrimiento por esa cosa neurótica de la fecha -siempre uno se busca algo para torturarse un poco-, ¿llego o no llego? Pero en realidad había una cosa de mucho goce también, de placer.
Yo boceto muchísimo, pero más que bocetos son como garabatos, después algunos me encantan y me llaman a pintarlos. Bueno, no es que dudo, pero todas mis primeras obras, hasta 1994, las eligieron primero Schiliro, después Pombo y Centurión. Decían “va éste” y yo los hacía y el resto, a la mierda. Hasta el color elegían, me acuerdo perfectamente de unos cuadros que el color era de Feliciano. Me dijo: “acá va un violeta” y yo iba y ponía el violeta. Pero no sé si llamarlo duda, como nunca encaro la obra con un propósito, más que duda es como un extravío del que alguien me tiene que ayudar a volver.
A lo largo de los años puedo diferenciar dos momentos de mi producción. Bueno, sí, yo fui figurativo hasta 1988. Hacía una especie de pintura de transvanguardia como era la usanza en aquel entonces, una cosa medio neoexpresionista en blanco y negro.
Es interesante como llego a la abstracción. Para mi primer individual justo consigo un auspicio de un fabricante de acrílicos y decido usar color. Empiezo a pintar las cosas que yo hacía y el color era durísimo, quedaba horrible. Entonces, digo, “perdí el sentido del color”. Me decido a estudiar y entonces empecé a agarrar unas maderitas y a hacer contrastes puros de color, o sea, cuadraditos para ejercicios y me encantó, me pareció divino. Llegué de pura casualidad. Esa muestra -que sorprendió mucho a Giesso porque me había aceptado en base a la figuración- marca lo que en definitiva es un solo período, el abstracto, decorativo, que incluye la muestra del ICI de principios de 1993. Igual, siempre hubo diferencias porque al principio, yo ahí usaba muchas rectas y en mi último período había gran cantidad de marcos rococó.
Pero creo que lo que hago es siempre un paisaje, muy entre comillas; paisaje, digo, en el sentido de clima. Con el tiempo, charlando con gente llegué a la conclusión de que yo me aferré a los telones de la escenografía de mi infancia porque nunca entendí la trama, nunca cazaba cuál era mi papel ni quién era el director. Nunca entendí nada. A mí me parece que mis pinturas son paisajes en el sentido que después de hechas, cuando las veo después de un tiempo, me transmiten una sensación de totalidad casi balsámica.
La belleza en sí es una fuerza moral positiva. Creo que mis obras tienen una carga de nostalgia y de espiritualidad, pero no son una reflexión acerca de nada, son la suspensión de la reflexión. Creo que el arte es totalmente ineficaz para ejercer una real crítica acerca de las injusticias sociales y políticas, para eso está el periodismo. El arte es siempre crítico en un sentido más amplio, ¿no? Siempre hay una insatisfacción, una falta que me lleva a producir y eso implica una crítica.
Lo que sí creo que está muy presente en mi obra es la mariconería, en el sentido de chico solitario, jugando con las ollas, los manteles. Yo le hacía los vestiditos a los muñecos de mi hermana, cortaba telitas. ¿Qué decían en casa? No sé, supongo que me decían “maricón, andá a jugar a la pelota”. Y yo seguía mariconeando. ¿Sufrí? Crecer gay fue muy duro. Pero de muy chico me planté y dije “¡a la mierda!”. Era medio kamikaze, pero bueno, estoy contento. La palabra mariconería para mí no es despectiva, obviamente que existía y existe un uso ofensivo. La uso porque gay suena muy militar. Cuando yo era chico no existía ni la militancia ni la palabra gay. De todos modos, la mariconería en mi obra no es programática. No hay agenda, ¿se entiende? No digo “voy a trabajar una retórica gay o un tópico gay”. Digo mariconería, desde la cosa más simpática de adornar, de juntar, de hacer cositas con un énfasis en la decoración, en esas cosas.
Sí, mis obras están entre la pintura y el objeto porque, en general, tienen un soporte duro y formas recortadas. Mis pinturas siempre fueron algo tipo mueble. No quiero ser redundante, pero eso viene de la infancia, de mi tío carpintero, de los muebles, los espejos. Imagino que los rulos, las curvitas y volutas de mis marcos también se me pegaron de las pinturas surrealistas que había visto de chico.
Aunque el aspecto real de mi pintura es geométrico, yo empiezo manchando como un pintor académico tradicional. Ahí mancho de rojo, amarillo, rosita, y recién después que se organizan las manchas, pego las cintas para hacer todo parejo. Pero la improvisación en el color está y creo que los colores son de Buenos Aires. Soy muy mirón y camino mirando las fachadas. No elijo los colores sino que los vivo, me enamoro de ellos y aparecen.
La curva del río
Cuando alguien me dijo que en mi obra veía el marrón del río Paraná, primero me pareció que ni por las tapas era un paisaje del Delta, porque no hay un ceibo, una nube, ni nada. Pero, bueno, después pensé que podría ser, porque así como trasladé los climas de mi infancia a muchas obras, quizá algunas tenían algo del paisaje del Tigre, donde tuve casas durante muchos años. La última era un lugar divino -a media hora de la estación- que compartía con María Moreno, periodista y escritora. Yo me quedaba mucho allí, de sábado a martes.Yo pintaba y ella le daba a la máquina de escribir. Siempre necesité compartir el taller, los ámbitos de trabajo, porque vivo la creación como una cosa muy solitaria. Me siento como desamparado y entonces el trabajo en sí no me es placentero y la única forma de hacerlo placentero es trabajar con gente, no necesariamente en lo mismo.
Dejamos la casa hace dos años y extraño muchisímo a María. A mí el Tigre me encanta. Soy muy contemplativo y esa casa tenía una visión panorámica impresionante, se veía la curva del río. Era una vista fantástica, vivía en el muelle. En el invierno también me pasaba horas mirando, teníamos un gran ventanal. No me asustaban las tormentas ni las crecidas del río, me acostumbré.
Supongo que ahí, en medio de la naturaleza, reviví la cosa de la infancia, de granja. Durante mucho tiempo, mi fantasía era vivir en el Tigre en forma permanente, pero el problema era que allá no tenía una actividad de la que pudiese vivir.
Todo mi laburo es urbano y, además, también me gustan las ciudades. Ahora vivo en Parque Patricios, cerca de la cárcel de Caseros, en una casa vieja con un patio, en donde estoy armando una huertita. Según la dirección del viento, puedo escuchar las conversaciones que mantienen a los gritos algunos presos con sus visitas que, no sé bien por qué, no pueden entrar al penal. Pensé que me iba a molestar, pero estoy bien acá.
Me gusta Buenos Aires, para mí es una ciudad bárbara y ahora que me mudé estoy conociendo el Sur, que no lo conocía mucho. Preferiría que fuese una ciudad más amable, realmente es muy neurótica y hostil. Me gusta arquitectónicamente, pero además, están los lugares donde viví y está la gente y la historia.
El otro día me decía Fabio (Kacero) que, justamente, el mejor paradigma de esta sociedad es lo que le ocurre a esas viejas que van en colectivo. Por ahí antes tomaban taxi, pero ahora no pueden pagarlo. Suben y al poner la moneda, el colectivo frena, ¡crujjj!, y, con solo sacar el boleto, ya son tres machucones en la espalda. Es impresionante.
Yo todavía puedo tomar el colectivo, pero me gusta caminar por la ciudad. Me gusta levantarme y, generalmente, lo primero que hago es ir a comprar el diario y desayunar en algún barcito. Después camino un poco y cuando me aburro vuelvo. La mañana es densa para mí y tengo que salir un poco, pero a partir del mediodía me voy organizando.
Las clases me estructuran mucho, hay que ir, prepararlas, evaluar. Doy clases de diseño gráfico tres veces por semana en el Rojas y en la Universidad de General Sarmiento, de eso vivo mayormente. Ahora se diseña con computadora, pero yo no uso computadora, más precisamente yo doy “Introducción al diseño gráfico”.
Mi relación con la gente es bastante buena. Soy de Leo y no soy muy paciente ni conmigo, ni con nadie. Hace ya mucho tiempo que doy clases. Al principio se me iban todos los alumnos, pero después fui bajando las pretensiones, me fui acomodando. Ahora ya tengo un programa que repito y que funciona bien y es útil para ellos y termina quedándose la mitad, que está bien. Porque, en realidad, hay una mitad que no sirve, que se equivocó.
Ya había tenido la experiencia de enseñar a partir de 1976, cuando fue el golpe militar. Tenía que vivir de algo y tenía miedo a la legalidad, empecé a hacer ropa y me fue mal, tenía costureras y les tenía que pagar, pero las cosas no caminaron y me quedé sin guita para invertir. Entonces se me ocurrió dar clases de italiano y de inglés a domicilio. Había aprendido bastante italiano en casa y algo de inglés con profesores. Primero enseñaba a chicos y por ahí pasaban cosas horribles, como que había gente que sabía mucho más inglés que yo y me llamaban para perfeccionar y mantener el idioma. En la entrevista yo apenas decía dos o tres palabras, no hablaba para que no se den cuenta que sabía menos que ellos. Ahí, entonces, estudié un poco más de inglés por mi cuenta.
Es que durante la dictadura yo necesitaba un laburo no oficial porque venía de militar en la Universidad. Yo era maoista, como Beatriz Sarlo. Había ingresado a Psicología, después de dar libre los últimos años de la secundaria. Fue en 1972, eso sí lo recuerdo, porque todavía estaba Lanusse como presidente, y bueno, estuve hasta 1976 y no terminé, con el golpe me fui. En esa época de la Facultad estaba absolutamente absorbido por la política, así que no pintaba ni nada.
Un tiempo después empezó mi relación con el periodismo, fue más o menos al mismo momento que retomé la pintura en 1978. No sé bien como caí en “El expreso imaginario”, la revista de Pipo Lernoud y Jorge Pistocci. Ahí, hacía crítica de arte hasta que cerró y punto. Después estuve en “El Porteño” invitado por Gabriel Levinas, que trabajaba en derechos humanos y dirigía la revista. Estaba por terminar la dictadura cuando me ofreció escribir la columna gay y yo ahí me cagaba un poco de risa de todo, porque aparecían esas militancias demodé. También hablaba de los derechos, pero más que hablar de la situación, hacía análisis de discursos. Me empezó a romper las pelotas y fui desvirtuando el carácter gay de la columna. Entonces ya empecé a hablar de cualquier cosa. Que sé yo, como un crítico cultural, digamos. Mis notas salían con mi foto y a mí me parecía un despropósito aparecer al lado de la foto de (la líder de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe) Bonafini, (el Premio Nobel de la Paz, Adolfo) Pérez Esquivel, Enrique Syms, que era el que dirigía el suplemento “Cerdos y peces”, que venía con la revista. Empecé a colaborar ahí, a veces escribiendo, diagramando o haciendo algún diseño.
Así que pintaba y escribía, pero cuando la cosa (la represión) empezó a aflojar un poco, como me había cansado de las clases de idiomas, decidí abrir un taller de dibujo y pintura. Diría que empiezo a tener alumnos cuando fue lo de Malvinas y los tuve hasta la primera hiperinflación, cuando no pude pagar más el taller que alquilaba en Barrio Norte.
Me gusta enseñar y me cansa, pero obviamente vocación pedagógica tengo, si no, no lo bancaría. Reconozco que el contacto, el diálogo entre un artista más experimentado, que es el profesor en un taller privado, y un artista que recién empieza puede aportar algo positivo, marcar una diferencia.
En cambio creo que la educación de las escuelas de arte no sirve porque el arte no se puede transmitir formalmente. El arte está estructurado alrededor de lo que daban las viejas academias: hay que saber dibujar, hay que saber grabado, hay que saber escultura, ¿por qué? Hay que saber anatomía, ¿por qué hay que saber anatomía? y encima inglés, es un disparate.
Creo que el estado antes que aumentar su ingerencia, tiene que separarse por completo. Basta de premios, no tiene que poner un solo mango más. Tiene que sacar todas las escuelas de bellas artes. Con la plata que ahorrarían podrían hacer lugares más interesantes. Hay tantos depósitos que no se usan y que podrían ser destinados a habilitar grandes talleres, galpones, para que se pueda experimentar, producir, exhibir, guardar. Pienso que el Estado debe seguir manteniendo y abriendo aún más centros culturales. Más que para exhibir arte, diría que como un espacio simbólico, una instancia pública de reunión para la gente. Sí, claro, como el Rojas.
(1) Sergio Avello, Elba Bairon, Jane Brodie, Fabián Burgos, Feliciano Centurión, Alberto Goldenstein, Sebastian Gordín, Miguel Harte, Graciela Hasper, Agustín Inchausti, Fabio Kacero, Alejandro Kuropatwa, Fernanda Laguna, Benito Laren, Luis Lindner, Alfredo Londaibere, Liliana Maresca, Ziliante Mussetti, Ariadna Pastorini, Marcelo Pombo, Cristina Schiavi, Omar Schiliro, Pablo Siquier, Marcelo Zanelli.
(2) Centurión, Martín Di Girolamo, Gordin, Gumier Maier, Harte, Magdalena Jitrik, Laren, Londaibere, Nuna Mangiante, Enrique Mármora, Pastorini, Pombo, Elizabet Sanchez, Schiliro, Sergio Vila.
V.V.
Es que durante la dictadura yo necesitaba un laburo no oficial porque venía de militar en la Universidad. Yo era maoista, como Beatriz Sarlo. Había ingresado a Psicología, después de dar libre los últimos años de la secundaria. Fue en 1972, eso sí lo recuerdo, porque todavía estaba Lanusse como presidente, y bueno, estuve hasta 1976 y no terminé, con el golpe me fui. En esa época de la Facultad estaba absolutamente absorbido por la política, así que no pintaba ni nada.
Un tiempo después empezó mi relación con el periodismo, fue más o menos al mismo momento que retomé la pintura en 1978. No sé bien como caí en “El expreso imaginario”, la revista de Pipo Lernoud y Jorge Pistocci. Ahí, hacía crítica de arte hasta que cerró y punto. Después estuve en “El Porteño” invitado por Gabriel Levinas, que trabajaba en derechos humanos y dirigía la revista. Estaba por terminar la dictadura cuando me ofreció escribir la columna gay y yo ahí me cagaba un poco de risa de todo, porque aparecían esas militancias demodé. También hablaba de los derechos, pero más que hablar de la situación, hacía análisis de discursos. Me empezó a romper las pelotas y fui desvirtuando el carácter gay de la columna. Entonces ya empecé a hablar de cualquier cosa. Que sé yo, como un crítico cultural, digamos. Mis notas salían con mi foto y a mí me parecía un despropósito aparecer al lado de la foto de (la líder de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe) Bonafini, (el Premio Nobel de la Paz, Adolfo) Pérez Esquivel, Enrique Syms, que era el que dirigía el suplemento “Cerdos y peces”, que venía con la revista. Empecé a colaborar ahí, a veces escribiendo, diagramando o haciendo algún diseño.
Así que pintaba y escribía, pero cuando la cosa (la represión) empezó a aflojar un poco, como me había cansado de las clases de idiomas, decidí abrir un taller de dibujo y pintura. Diría que empiezo a tener alumnos cuando fue lo de Malvinas y los tuve hasta la primera hiperinflación, cuando no pude pagar más el taller que alquilaba en Barrio Norte.
Me gusta enseñar y me cansa, pero obviamente vocación pedagógica tengo, si no, no lo bancaría. Reconozco que el contacto, el diálogo entre un artista más experimentado, que es el profesor en un taller privado, y un artista que recién empieza puede aportar algo positivo, marcar una diferencia.
En cambio creo que la educación de las escuelas de arte no sirve porque el arte no se puede transmitir formalmente. El arte está estructurado alrededor de lo que daban las viejas academias: hay que saber dibujar, hay que saber grabado, hay que saber escultura, ¿por qué? Hay que saber anatomía, ¿por qué hay que saber anatomía? y encima inglés, es un disparate.
Creo que el estado antes que aumentar su ingerencia, tiene que separarse por completo. Basta de premios, no tiene que poner un solo mango más. Tiene que sacar todas las escuelas de bellas artes. Con la plata que ahorrarían podrían hacer lugares más interesantes. Hay tantos depósitos que no se usan y que podrían ser destinados a habilitar grandes talleres, galpones, para que se pueda experimentar, producir, exhibir, guardar. Pienso que el Estado debe seguir manteniendo y abriendo aún más centros culturales. Más que para exhibir arte, diría que como un espacio simbólico, una instancia pública de reunión para la gente. Sí, claro, como el Rojas.
(1) Sergio Avello, Elba Bairon, Jane Brodie, Fabián Burgos, Feliciano Centurión, Alberto Goldenstein, Sebastian Gordín, Miguel Harte, Graciela Hasper, Agustín Inchausti, Fabio Kacero, Alejandro Kuropatwa, Fernanda Laguna, Benito Laren, Luis Lindner, Alfredo Londaibere, Liliana Maresca, Ziliante Mussetti, Ariadna Pastorini, Marcelo Pombo, Cristina Schiavi, Omar Schiliro, Pablo Siquier, Marcelo Zanelli.
(2) Centurión, Martín Di Girolamo, Gordin, Gumier Maier, Harte, Magdalena Jitrik, Laren, Londaibere, Nuna Mangiante, Enrique Mármora, Pastorini, Pombo, Elizabet Sanchez, Schiliro, Sergio Vila.
V.V.