jueves, 11 de septiembre de 2014

Fabio Kacero: Mi obra no soy yo

La tercera muestra reseñada por V Verlichak en “Parece que viene bien” (el programa de Pablo Gorlero, los sábados de 17 a 20 hs, en La Once Diez (Radio Ciudad, AM 1110), fue “Fabio Kacero. Detournalia”, con la producción del artista entre 2001 y 2013. En este desvío (detour) de su trabajo, se reencontró con la escritura, utilizando las palabras como material de sus nuevas obras. A continuación el capítulo dedicado a Kacero (que repasa su vida y obra hasta 1998) en el libro “El ojo del que mira. Artistas de los Noventa”, de V Verlichak. Las fotos que acompañan el texto pertenecen a la etapa reseñada en el libro.

Fabio Kacero: Mi obra no soy yo

Por Victoria Verlichak


Fabio Kacero reemplaza ciertos gestos de la pintura con objetos. Le gusta la sobriedad. Las estridencias lo abruman. Su trabajo se presenta breve. Esa síntesis aparece tanto en sus objetos grandes acolchados como en los pequeños con transparencias. Hay un despojamiento que es inversamente proporcional al complicado proceso de producción de los objetos de gran tamaño. El entrenamiento del desprendimiento requiere un enorme trabajo y Kacero lo hace.


En su curriculum figuran pocas individuales, las suele postergar porque en realidad no soporta la presión de enseñar, estar y hablar. El Rojas y Benzacar lo han exhibido repetidamente. La sobrecomunicación de las inauguraciones lo enferma. Se enferma, en serio. Esto no quita que igual, aunque más espaciadamente, las lleve a cabo, como la que actualmente se exhibe en la galería de Kravets-Wehby en Chelsea, Nueva York (1998).

Fue con el artista que más horas grabé, porque es al que más le cuesta comunicarse. Sus dudas y silencios son legendarios. “Es que descarto, tacho, tacho”, aclara. Precisamente fue su reserva lo que me llamó la atención durante una comida en lo de Finita Ayerza, en donde todos -Juan José Cambre, Guillermo Conte, Chula Fernández, Guillermo Kuitca, Inés Katzenstein, Martín Rejtman, Adriana Rosenberg- discutíamos y reíamos a unos decibeles imposibles para Kacero. Quieto, Fabio escuchó y comió los ñoquis caseros de Finita.


Su obra tiene un aspecto muy tecno, el opuesto absoluto de su vida privada. Admirable especialista en cebar mate, Fabio vive de forma austera en un departamento antiguo que hace poco acaba de comprar. Él es una de esas personas que considera que las papas al vapor son un plato de comida, que tienen el contestador telefónico permanentemente puesto y que no atienden el portero eléctrico de su departamento cuando suena inesperadamente.

Es un artista que no cultiva ninguno de los rasgos de sus congéneres y que se mueve por Buenos Aires con dificultad. “¿Buenos Aires? Si me gusta a veces es porque vivo en la ciudad que tiene el mismo nombre de la ciudad en la que alguna vez vivió Borges. Ni siquiera es la misma ciudad, la ciudad que tiene el mismo nombre”, dice con una sonrisa, este gran lector de Borges. 

La única concesión al “progreso” es su Macintosh, que utiliza de manera rudimentaria para los diseños de sus calcomanías, que surgen como el núcleo de su obra. Son como las figuritas a las que jugábamos cuando éramos chicos, esas que se tiraban contra una pared. Las calcomanías, realizadas con el mismo programa que utiliza para su obra con las transparencias -superpuestas de a cinco o seis y enmarcadas en cuadritos de 6 x 6 cm.-, exhiben fragmentos de ¿signos, circuitos cerebrales, maquinarias descompuestas, formas elementales?, perdidas, desarraigadas. Son composiciones prolijitas, impecables, pero que antes que orden presuponen libertad. La misma libertad con que dispone las calcomanías sobre las superficies de los acolchados antes de sellar su suerte con un packaging que las tornará distantes, inmodificables.


Fabio utiliza un lustroso plástico -que trata con calor- para envolver herméticamente sus objetos grandes. Así sólo se accede a la superficie y no a las calcomanías y telas que están por debajo. ¿Las obras, mediatizadas con el material, están debatiendo acerca del adentro y del afuera? ¿Están proponiendo un discurso acerca de la superficialidad que reina en todos los ámbitos de la sociedad? ¿Dicen algo acerca de la exclusión? Envoltorio brillante, el plástico invita a ser tocado, la transparencia promete cercanía, satisfacción. Imposible, hay que romperlo. ¿Es frío o caliente? El material no respira.

En sus últimos trabajos ha extremado la reducción. Achicó el volumen, cortó los brillos, dejó atrás el color, llegó a la esencia de su trabajo: formas y diseño puro. Pero, al igual que en los objetos de gran volumen donde aún existe la dicotomía entre lo artesanal y lo tecnológico, en las transparencias persiste la mediatización, entre las plaquitas de las películas que hacen un todo. La distancia entre los materiales existe y Kacero la subraya. Otra vez, aparece ese gran atractivo visual. Otra vez, hay una invitación que se frustra: “se mira y no se toca”.

Vivimos rodeados de representaciones -televisión, carteles publicitarios, señales de tránsito- que demandan nuestra atención. Kacero se retira y ofrece -a través de sus obras casi abstractas, de apariencia minimalista- un camino de meditación, ¿o de repetición? esa neurosis de la civilización contemporánea.

A la hora de pedirle alguna definición, Kacero se niega a que su obra intente imponer un discurso. Presionado, podría llegar a decir algo sobre la hibridez de los objetos, divagar acerca de la clonación o la genética, pero, en realidad, prefiere mantenerse callado. Sabe que la obra de arte está tironeada por todos lados y no piensa contribuir a ello. ¿Quizá quiera que descifremos los secretos que ni el mismo sabe que encierran? Por momentos, sus trabajos están cerca de proponer un ejercicio de desaprendizaje de todo lo aprendido, de desandar todo lo andado, de desestructurar lo estructurado.

Al margen del espectador, la fuerza de su intuición le permite seguir trabajando y jugando. También Fabio juega, ¿por qué no?

El primero de la fila 

Cuando estaba en 4º o 5º grado una maestra organizó un concurso de preguntas y respuestas mientras almorzábamos en el comedor de la escuela. Al término del concurso otorgó a cada niño un premio. El mío fue un libro, “Mi Museo Maravilloso”, de la editorial Sigmar. Era un libro grande de tapas duras con reproducciones ordenadas por temas: la familia, los oficios, el atelier y la luz, los sueños... Junto al Gilles de Watteau, un paisaje crepuscular de Claude Gellé, San Eustaquio de Pizanello rodeado de animales de visión mística, simples objetos pintados por Zurbarán y el atelier de Vermeer. 

La introducción comenzaba así: “Para nuestro pequeño lector. Paséate por las páginas de este libro como si estuvieras en un museo. Encontrarás los grandes pintores y conocerás sus más hermosos cuadros...”.

Hechos tan dispersos y heterogéneos como los fascículos de la revista “Scientific American”, los soliloquios de Marco Aurelio, una ventana cubierta de calcomanías, el Adobe Ilustrator, una tapicería, John Borman desconectando a la computadora HAL 9000, la colección Historama, la visita al futuro de Eudoro Acevedo o el largo sueño de Rip Van Winckle; continuaron y ampliaron aquel mi primer paseo.

El 1º de enero del 2061 cumplo 100 años.

A mí me gustaría que acá terminase mi relato -que escribí para una muestra, pero que no se publicó-, no agregar nada más, pero Victoria no me va a dejar. Todavía guardo el libro. Ese regalo de la maestra figura en mi biografía como uno de los hechos centrales de mi vida artística, un invento de la mirada retrospectiva.

Nací el uno del uno del 1961. Es triple uno. Cuando era un chico, para llamar un poco la atención, yo siempre decía que nací el uno del uno del 61 a la una, pero me parece que es a las dos. Lo único que sé es que mi mamá estaba viendo un programa de terror de Narciso Ibañez Menta y tuvo que salir muy apurada para el hospital. Sí, por suerte mi cumpleaños siempre pasa muy desapercibido. No me gusta hacer reuniones y de cumpleaños menos.

Soy de Capricornio, un poco reservado, solitario. No sé si tiene que ver con el signo. Prefiero no interesarme por esas cuestiones porque además una vez me hice una carta astral y no fue muy buena la experiencia. Fue en una época cuando estaba muy dubitativo, una persona me insistió mucho, cedí y lo lamento. No era nada terrible, pero, bueno, por ejemplo me llamó la atención que el señor me diga que era la carta astral de un escritor. A mí la literatura me interesa, pero le aclaré que me gustaba la pintura y pensaba dedicarme a eso. Me dijo: “no”. No me hizo bien, me causo más dudas.

Vivo solo desde 1986 y hasta entonces siempre había vivido con mis padres. Vengo de una familia judía típica. Mis padres son argentinos, hijos de rusos, en realidad mis abuelos nacieron en Ucrania. Mi padre es médico homeópata y mi madre psicóloga. En mi casa había como un ambiente bastante psicoanalítico, digamos, y de mucha importancia por la cultura. A mis padres les gustaba el arte y tenían muchos libros de arte.

Recuerdo el idish que se hablaba en mi familia, “para que los chicos no entiendan”. Tuve una educación muy judía, pero siento una pertenencia más cultural que religiosa. En verdad, nunca fui demasiado al templo. Los primeros años de la primaria hice doble escolaridad, por la tarde iba al “schule”, a la escuela hebrea.

Muchas veces me quedaba a dormir en lo de mis abuelos que vivían en Dock Sud y recuerdo mucho el sonido de los camiones pasando y la luz de la habitación que corría por el techo. También me acuerdo de las visitas a los otros abuelos que vivían en Once, que servían el té con limón en unos vasos muy altos de vidrio labrado y una torta de miel que se llama “leikaj”. Esa casa, la de mi abuela Udl, tenía algo que no me gustaba, al punto que mis hermanos y yo, cuando vemos algo depresivo, una casa depresiva, decimos esto parece “un udlerai”.

Somos cuatro hermanos varones y me imagino que para mi madre fue duro cuando éramos niños y adolescentes también. Vivimos en Castelar hasta que tuve nueve ó 10 años y si bien en mi casa había un clima medio intelectual, yo era un chico muy de barrio y lo que más me gustaba era jugar al fútbol en la calle, soñaba con ser jugador de fútbol.

El deseo de mi vida era jugar en Boca. Lo volví loco a mi papá pidiéndole que me lleve a probar a las inferiores de Boca y, bueno, finalmente me llevó. Me fue bien, pero después me asusté porque eran chicos más grandes que yo. En una de esas prácticas me pegaron un golpe, una patada muy fuerte, y me asusté, porque yo era siempre muy chiquitito de físico y un poco tímido. Pensaba que era otra cosa ser jugador de fútbol y cuando vi a esos ursos y que encima me pegaron, ya después no quise volver. Me siguieron llegando cartas de convocatoria, pero para mí ya cambió el tema completamente, era como algo feo. Veía esas cartas y no me gustaban. Tendría 12 años. Yo era petisito. Siempre era el primero de la fila. Empecé a crecer a los 14 años. Bueno, tampoco soy muy grandote.

Cuando era niño, no sólo quería jugar al fútbol sino que era un experto en todo tipo de acrobacias. Nuestros padres nos habían puesto como unos juegos, hamacas, trapecios, un bote en donde nos hamacábamos y estábamos todo el día dando vueltas carnero y haciendo la vertical. Inclusive, cuando venían invitados nosotros hacíamos todo el repertorio de proezas, de agilidad, y era saltar y saltar.

Ahora casi no juego más al fútbol, pero hasta hace unos años teníamos un fútbol de pintores. Jugábamos en Palermo, en la plaza de Las Heras, todos los lunes a las ocho de la noche, religioso. Jugábamos al fútbol, no hablábamos de arte. Hice una obra con acolchado y capitoné y cada capitoné era un jugador de fútbol. En el arco estaba Harte, atrás Siquier, adelante Gordin. Eran unas calcomanías que tenían solamente los nombres, pero era como una formación de fútbol. Esa obra la destruí.

El día que nos mudamos a Belgrano no quería bajarme del coche. Me resistía. Inclusive, con mis hermanos destruimos la casa varias veces. El cambio fue brutal porque pasamos de jugar a la pelota todo el día en la calle a vernos encerrados en un departamento. Jugábamos al fútbol en el comedor, teníamos costumbres salvajes. Pero cambié, me civilicé o me hice un chico de ciudad. Progresivamente comencé a leer más, me empezó a gustar el arte. Sí, los libros que me impresionaron entonces fueron “Cuentos de la selva” de Horacio Quiroga, unos cuentos de Edgar Allan Poe ilustrados por Raúl Soldi, “Veinte mil leguas de viaje submarino” y “Viaje al centro de la tierra”, también de Verne. Me gustó el Capitán Nemo, eso de viajar, así, en un submarino mucho tiempo y esa idea del héroe que está un poco en contra de la forma de vivir de la humanidad y elige otra forma de vida. Todavía hoy me gusta como suena el nombre de Arne Saknusem.

Con la mudanza, los cambios se notaron también en el colegio. En el primario yo no era buen alumno y en el secundario sí, me gustaba ser buen alumno. No estudiar demasiado, pero me gustaba ser el primero de la clase. En general tenía los mejores promedios. Hice el secundario en el Belgrano y el Avellaneda, con uno de mis hermanos que iba a otra división.

No sé, cuando fue el golpe militar el colegio también cambió. Me acuerdo que me pusieron amonestaciones por tener el dobladillo del pantalón para arriba. Claro, esto es una pavada. Para mi la dictadura fue lo peor, fue terrible, terrible. Tenía 14 años cuando desapareció el hermano de mi mejor amigo. Él me hablaba todo el tiempo de eso, todo el tiempo. Su vida quedó marcada por eso y la mía también. Yo me enteré del tema de la represión enseguida, lo viví muy de cerca. Además, no era la única persona que yo conocía que desapareció. Me acuerdo que de la división de mi hermano en el Colegio Nacional de Buenos Aires desapareció casi la mitad. Me parecían dioses, todavía me acuerdo cuando venían a casa, todo lo que hacían, la música que escuchaban. Me acordaba de ellos y no lo podía creer.

Lo de la guerra de Malvinas también fue algo tremendo. Detesto la violencia. La detesto completamente, es algo que me afecta muchísimo. Me acuerdo de mi odio a la dictadura. Ahora no tengo el miedo personal que tenía entonces, en una requisa callejera me pusieron un arma en la cabeza.

Volviendo a mi infancia, recuerdo sí, la calle y el fútbol, digamos. Si cierro los ojos veo las líneas irregulares del alquitrán del pavimento y escucho la voz del heladero gritando al mediodía. “Helado, Noel, helado. Palito, bombón, casata”, ¿o no decía casata? Me parece que mi niñez fue feliz en general. ¿Que podría destacar? No sé, por ejemplo, el puntito rojo de la luz del Winco mientras me quedaba dormido escuchando los discos para niños que ponía mi madre. Tengo muy presente la voz de “Alicia en el país de las maravillas” y también de “Aladino y la lámpara maravillosa”, con la música de Alexander Borodin. Escuchar las “Danzas Polovtsianas” es viajar a mi infancia.

Mi papá nos contaba cuentos antes de ir a dormir. Se ponía, así, frente a los cuatro en la habitación y nos contaba cuentos de Popeye y Olivia o los que inventaba en ese momento. A veces hacía trucos. Me acuerdo una vez que hizo un truco con una cajita de fósforos y la cajita desapareció. Seguramente la tiró para atrás, así, y cada tanto le preguntábamos por la cajita de fósforos. Eso nos quedó para siempre. Sí, eran algo mágico esos cuentos.

Me gusta ir a almorzar los domingos con mis padres. Todavía viven en la casa de Belgrano, está muy linda. ¿A mis inauguraciones? Más bien trato que no vengan. No quiero que la familia esté muy presente en esos acontecimientos. No puedo juntarlos mucho en la mente. Mi mente trabaja por estratos, divido demasiado las cosas, no puedo juntarlas. No es que me critiquen, les gusta, me festejan. Inclusive nunca fui criticado, tampoco por haber elegido ser artista. Mi mamá decía, bueno, a ver, si vas ser artista ¿qué querés seguir? ¿arquitectura? Tenía que ser profesional, tenía que estudiar.

Tengo una relación mediatizada 


Me gusta la televisión, hacer zapping. No los programas de televisión, sino la situación televisión. Tengo una TV color, pero anda mal, hace bastante tiempo que se ve todo verdoso.

Aunque el cine me gusta, nunca me sentí cómodo con la oscuridad de las salas. Esto se acentuó más a mi regreso de un viaje por Europa en 1982. Sí, me volví fóbico y en el cine tengo una sensación de encierro y de no poder separarme mucho de lo que está sucediendo en la pantalla. Si voy al cine tengo que ver una película en la que no haya violencia, la película tiene que ser suavecita porque inclusive me agarra una sensación de movimiento. No, no es un tema de anteojos. Eso lo controlo periódicamente.


Fui a Europa a visitar a mi hermano que estaba viviendo en España. No la pasé muy bien porque ahí me agarraron los primeros síntomas, que se agravaron después cuando volví. Ahora están bastante menguados. De todos modos los viajes son algo que me ponen muy nervioso, pero después fui a Venezuela, Estados Unidos. Estar arriba de un avión es una situación paradigmática: inestable y a la vez encerrado.

Bueno, la cuestión es que, en general, no voy al cine. No me gusta mucho salir, ni el ruido, ni la gente. Pero sí veo una película en la televisión, puedo establecer un poco más de distancia. Sufro igual y, además, soy un poco sentimental, entonces puedo llorar. Si lloro, prefiero llorar solo. Es más difícil que llore por algo de la vida real. No sufro tanto por las cosas reales, sufro más por lo que leo o puedo ver en televisión. Tengo una relación mediatizada con las cosas. Es algo extraño. No es que sea insensible, es como un registro diferente, qué sé yo.

Yo soy una persona sentimental, pero no quiero hacer una obra con los sentimientos. Digamos, puede haber sentimientos, emociones o lo que sea, pero no es mi intención ponerlos en escena. A las obras de los demás, tampoco las asocio con la emoción.

Cuando alguien se acerca y me dice que está muy emocionado, a punto de llorar por alguna muestra u obra, a mí me parece un poco extraño, pero también es agradable que alguien pueda sentir eso. No es lo que me sucede a mí. Yo más bien me escondo detrás de la obra. En ese sentido mi obra no es fuerte y no se impone. Me da la impresión que no da una dirección, no te conduce por los sentimientos, por mi historia, mi pasado o por eso de: “ah, este muchacho está afectado por tal cosa”. Quiero que, por ejemplo, las calcomanías tengan un estado específico, así, como un estado de hibridez. No pertenecen al lenguaje de la abstracción histórica, tienen que ver con el diseño, pueden ser logotipos, pero no alcanzan a serlo. Pueden ser escrituras, tipografías, pero tampoco. Siempre me preguntan ¿qué son? ¿son signos? ¿son textos? Nada es demasiado cierto. Si tienen un diseño feliz yo me alegro. Me gusta que los objetos estén en un estado de suspensión, de asepsia, que tengan esas categorías de intocados, de objetos nuevos, sin usar. Mi obra circula en el afuera de mi discurso. No quiero ser yo el que va a teorizar acerca de eso. Lo puedo hacer, pero como uno más, no como el dueño, sino como uno que está allá afuera de la obra.

Más bien me interesa la despersonalización, esa cosa del olvido del ego. Me parece superior. No me interesa la psicología o que se vea quien está detrás del trabajo. Por lo que me comentan parece que fuera alguien cálido haciendo obra fría. Pero yo no sé que significan esas cosas. “¿Vos sos Kacero?”, en general es esa la reacción. Pero mi obra no soy yo.

A mí me agrada eso porque estoy cansado de mí mismo. Sí, estoy completamente aburrido. Me inquieta esa sorpresa que me suscita a mí mismo, esa especie de “no yo” que se encuentra en la obra, esa forma de no identificación con la obra, de extrañeza. ¿Yo hice esto? Me separo de mí y miro. Sí, hay algo en ese gusto de verme y ver, ¿no? Como un vértigo. Y la obra tiene algo de ese vértigo, sí.

De todos modos, hacer obra es como una especie de ocupación absurda que no tiene ningún destino claro. Uno se puede preguntar, ¿para qué trabajar?, ¿para que tener hijos? y las respuestas aparecen. La obra no tiene ese tipo de constatación inmediata, al menos no para mí. Hacerla tiene, quizás, algo de dignidad, se desarrolla sin un fin ni interés demasiado preciso.

Más allá que la obra esté bien o mal, hay algo de egoísmo y vanidad en el medio. ¿El juicio de los demás? Todavía me importa. Es un punto de debilidad, me gustaría que los juicios de los demás pesen menos sobre mí. Yo casi soy incapaz de emitirlos. Cuando en las inauguraciones me preguntan ¿y, qué tal? ¿qué te pareció?, invariablemente contesto lo mismo, pero es verdad: estoy tan atento a comunicarme con los demás, me provoca tal tensión que salvo un espíritu general de la muestra, más no puedo observar.

¿Para qué agregar más objetos?

Creo que sería un artista diferente si tuviese cinco asesores técnicos que me ofrezcan respuestas concretas a los problemas que me plantea mi obra. No sé donde encontrarlos y yo tampoco me comunico muy fluidamente. Por eso uno de los momentos que más me gusta del proceso de mi trabajo es estar diseñando con la computadora, eso sí. Es muy notable, inclusive me cuesta desengancharme, puedo seguir y seguir. Pero no es algo que me divierte, es como un juego, pero no es que sea específicamente divertido.

Muchos me dijeron que las obras chicas con transparencias que estoy haciendo ahora son una continuidad de los objetos acolchados. Me sorprendió. También me dijeron que eran como juguetitos. Siempre me gusta más cuando me dicen que la obra transmite alegría, antes que cuando me dicen que parecen féretros.

Lo de los féretros tiene que ver con los acolchados que exhibí por primera vez en 1993 en la muestra del ICI. Para mí no eran lápidas ni ataúdes, no tenían nada que ver con eso, pero, bueno. Era un trabajo más conceptual. Eran unos objetos rectangulares, rellenos con una especie de telgopor muy prensado, envueltos en plástico con cuatro capitonés y tenían una calcomanía con el nombre de un artista de segundo orden, en la periferia del cánon del arte universal, y la fecha de nacimiento y muerte. Esas fechas contaminaron mi obra. Tratar el fenómeno de la muerte en una obra me resulta efectista. Yo no apelaba a la vida y la muerte, para mí tenía que ver más con el tema de la información, porque en las otras obras había calcomanías de bibliografías complementarias, de textos cerrados de ciencias duras. En el caso de las fechas, me interesaba esa especie de ironía de la mínima información que queda de lo viviente, en ese caso de una vida humana. Y si bien admito que muchos me dijeron que “estas cosas con capitoné se hacen en los ataúdes”, sinceramente yo nunca había visto ninguno y no lo asocié en ningún momento.

No sé cómo empezaron. Nunca tuve una imagen previa de los objetos. Para mí es fundamental encontrarme con la materia, con lo que tengo que manejar. Sé que en algún momento compré gomaespuma y empecé a probar los primeros acolchados o los primeros tapizados, que me salieron horribles. Al principio los hacía con estructuras de madera y eran pesadísimos. Compré guata y mientras conseguía la tela plástica, entelé todo con otro tipo de materiales. Me gustaba el raso. Después le puse calcomanías, vino el acolchado, vino el capitoné, bordé, se fue armando. Yo vivía arriba de una mueblería-tapicería. Seguro, ésas también son las cosas que me influyen. La tapicería titilaba, no podía dejar de llamarme la atención.

Todo empezó con mis primeras pinturas, que fueron como un eslabón. Eran unos bastidores muy anchos que yo pintaba y a los que envolví, les puse plástico. Hice como una especie de packaging con esta obra anterior. Reciclé mi obra. Eran los módulos que mostré -en “Harrods en el Arte”, invitado por Glusberg a una muestra llamada “Geometría sensible” (1991)-, como una instalación. Estaban entre la pintura y el objeto. Me despedía de la pintura. La mayoría de estas cosas las destruí.

Es paradójico, los objetos me molestan y yo hago objetos. ¿Para qué agregar más objetos al mundo? No entiendo, encima a veces son grandes y me causan problemas. Los tengo que bajar por la escalera, lidiar con el flete, el tránsito de Buenos Aires y todas esas cosas que yo detesto. Es como un sistema del sufrimiento, como no me gustan los objetos, los hago con la suficiente presencia como para complicarme la vida. La obra chiquita que estoy haciendo ahora no fue para liberarme. Aunque lo sentí como una victoria personal, cuando fui a la muestra de “El Tao del Arte” (Recoleta, 1997) a llevar mis obras, que eran 10. Las cargué en un bolsito modelo “Primicia 80”, las llevé y señalé a donde tenían que ir y chau.

¿Mi primera muestra individual? Fue en 1986, en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando estudiaba Historia del Arte. En un momento quisieron hacer una galería de arte y el lugar estaba lleno de máquinas. Para mí ya estaba bárbaro y entonces hice como una apropiación muy conceptual de ese espacio, le saqué fotos y para mí ésa era mi muestra.

Actualmente, mi obra se desarrolla entre los objetos que yo llamo acolchados y la obra chiquita, con las transparencias. Creo que el punto de unión es mi trabajo de diseño en la computadora. Porque en los acolchados, tras todo el trabajo de “tapicería” y antes de ser “empaquetados”, envueltos en un plástico transparente, los objetos llevan adheridas unas calcomanías que yo mismo diseño e imprimo en un material autoadhesivo transparente. Los textos de la primera obra fueron desapareciendo hasta privilegiar el diseño de las calcomanías. Tengo millones de diseños y los voy pegando con agua, cambiando de lugar. Me alejo, me acerco. Los dejo descansar unos días, los cambio de vuelta. Cuando decanta sin componerse, le pongo el plástico transparente o de color. Para que el material siga la forma de la estructura de madera y polyfan, tengo que estirarlo una vez, después lo tengo que ponerlo al calor, es complicado. Es una pieza cerrada al vacío.

Esto lo cuento así y por ahí parece simple. Pero me llevó años desarrollar y descubrir los mejores materiales y perfeccionar esta manera de trabajar. Como no consigo nuevos colores, estoy tratando de teñir plásticos para hacer tonos que me gusten más. Hace casi un año que vengo probando y no tengo los resultados que quiero. La última técnica es sumergirlo en un balde enrollado con un material en el medio para que el plástico no se pegue entre sí y dejarlo toda una noche, pero todavía no puedo manejarlo. ¿Por qué no trabajo con las imperfecciones?

La obra con las transparencias, digamos, es más sencilla. La técnica es extraña si se quiere, pero es un cuadrito pequeñito, eso me gusta. También diseño en computadora los pequeños planitos transparentes, que luego superpongo. Son películas gráficas que utilizan un sistema fotográfico, que coloco en unos marquitos que sirven para transparencias fotográficas de 6 por 6 centímetros. Estoy investigando para hacerlas al doble de grande. Lo que pasa que, en mi caso, es un poco por pereza o porque no puedo resolver las cosas de manera industrial o satisfactoria, que entonces la obra se atiene al objeto que ya existe. Claro, como un principio perezoso de acción.

¿Si el arte tiene una función crítica? Sí, puede ser, pero es como si hiciera mi obra al margen de eso. Quizás, posee una función crítica, en el sentido de tener un poder disolvente de ciertas percepciones establecidas.


No sé si la felicidad es el motor 

A mí de chico me gustaba dibujar y me decían que lo hacía muy bien. Sí, claro, terminé la secundaria y cuando hubo que pensar que iba a estudiar ahí salió algo de “ser artista”. Pero es una idea, que así, no sé si en realidad la tuve, creo más bien que no. Claro, ir a la escuela de Bellas Artes, esa sí fue una decisión que tomé. Me gustaba la pintura y el arte en general, me gustaba leer y me gustaba la teoría también. No sabía qué hacer. “Voy a entrar a las dos”, dije, así directamente. Es algo que parece raro, pero en 1980 entré en la Pueyrredón y en Historia del Arte, en Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos Aires. Fui haciendo las carreras paralelamente. Terminé la Pueyrredón, fueron cinco años en total. Me especialicé en pintura y era muy mal pintor. Hasta que en un momento hice clic y no sé que pasó, y eso cambió. No es que me convertí en buen pintor, pero sé que no veía el color ni la forma, yo pintaba, pero puedo asegurar que no veía. Esto suena tonto, pero en algún momento pude percibir diferente y empecé a pintar mucho mejor. Me gusta mucho la pintura. Sí, me hubiera gustado ser otro tipo de artista.

Creo que la Pueyrredón no me sirvió. Mucha de la tarea posterior, así, fue desembarazarse de las cosas que había hecho, de un cierto tipo de pensamiento, despojarme de eso.

En esa época no trabajaba y después cuando ya vivía solo me mantenía malamente, pero fui cada vez mejorando más. Ahora trabajo en un taller de diseño gráfico, pero es un diseño de bajo perfil. Quiero decir, no hago diseños de campañas publicitarias ni de logos, soy parte de un equipo. Trabajo con una Macintosh y ahora me compré una que está en casa. Hago horario, entro a las nueve y me voy a las 15, 15.30 horas.

En realidad podría vivir de mis obras, pero el trabajo es organizador para mí. Con todo el día a mi disposición, quizás me perdería. Pero el trabajo en el taller de diseño me cansa y me quita bastante energía para hacer obra. El diseño gráfico es muy lindo porque manejo una máquina, pero es muy ingrato porque los clientes vienen y te están encima, hay mucha presión. Entonces a mí justamente eso no me gusta, que me apuren, y entonces llego a casa y tengo que estar, así, descansando. Después si tengo fuerzas para trabajar, trabajo, si no, no.

¿Si me hace feliz? Hacer obra no me hace especialmente feliz. ¿Por qué lo hago? No tengo respuesta para eso. No lo hago por obligación, pero no sé por qué lo hago. Quiero decir, no sé si la felicidad es el motor. En realidad, no sé si hay un motor muy claro detrás de mi obra.

Como decía, me gusta la rutina. Ir y volver del trabajo. Si soy afortunado, vuelvo a casa y no tengo más nada que hacer afuera. Me puedo dedicar a hacer obra, a leer o a ver televisión, a lo que sea, pero en mi casa. No me gusta salir ni viajar por la ciudad.

Si puedo evitarlo, no tomo transporte. Lo sufro, el colectivo sobre todo. Camino mucho, es más, ahora me mudé cerca de mi trabajo. Caminar me despeja. Voy caminando por la calle y estoy atento a ciertas cosas. Es algo natural, como una frecuencia. A veces tengo que ir a hacer un trámite a tal lado y simplemente voy pensando en eso. Camino por la calle mirando las cosas, sabiendo que hay, cómo explicarlo, posibilidades de obra en cada objeto o situación.

Lo que más me gusta es la luz, la luz sobre los edificios, sobre las ventanas, sobre los árboles. Vivo en las estaciones de la luz. La luz no dice nada. En la calle hay muchas cosas que me llaman la atención, pueden ser rostros, máquinas, objetos, vidrieras, detalles arquitéctonicos. Pero también la calle tiene algo como avasallador y, en general, el exceso de cosas me marea. Es como que no tengo mucha capacidad de recepción de las cosas. Si alguien me habla mucho, es mucha información. Necesito un mundo pequeño, manuable. Trato de elementalizar las cosas, mi obra también. Sí, todo lo que veo, escucho, diseño, todo lo que leo, hasta la más mínima experiencia me modifica y entra como en una especie de atanor, de horno donde se funden las cosas y, quizás, aparecen en otro lado, así, pero no armados en un discurso.

Bueno, la cuestión es que trabajo en mis cosas después de la siesta que hago a la salida del estudio de diseño. La siesta es como un filtro entre un estado y otro. Ahora me estoy acostando temprano, a las 12, 12.30 horas. Lo máximo que me puedo quedar es hasta las dos de la mañana, sino ya después me deprimo. A los 20 años me gustaba mucho trabajar de noche, ahora no lo puedo soportar. El amanecer tampoco me gusta. No relaciono el fin de semana con tiempo libre.

Necesito, sí, orden a mi alrededor para producir. No tanto los elementos con los que voy a trabajar sino el entorno, que la cama esté hecha, los platos lavados, ese tipo de cosas. Sí, me acostumbré porque antes mi casa era muy pequeña, de dos ambientes. Ahora es mucho más grande. Entonces, tenía permanentemente en vista todo y me gustaba que las cosas estén ordenadas de forma ortogonal, digamos, un sistema de 90 grados. El afuera es como una especie de continuidad mental. Si el afuera está ordenado, siento más orden interno. Es como una correspondencia de órdenes. Con el tiempo es más o menos lo mismo. Necesito una especie de grilla del tiempo y el espacio.

No es raro, y es algo que me pasa bastante, pero termino haciendo cosas que funcionan, no diría que en contra mío, sino en contra de mi sistema ideal. Testeo mi sistema. Para mí, si no hay objeto, mejor, y el resultado es un objeto enorme. Pienso que si no hay que mover un dedo, mejor, y termino haciendo una fuerza espantosa. Si no hay que preocuparse demasiado por la terminación de la obra o por valores como la prolijidad y esas cosas, termino obsesionado con eso mismo. Así, siempre encuentro un sistema contradictorio. Termino haciendo las cosas que no haría. El sistema ideal de mi mente, se contradice con la realidad.

Sí hay un punto final despojado no se debe que a que el punto inicial sea despojado, es producto de un trabajoso despojamiento. Claro, es que cuando uno ve una obra, evidentemente no ve el proceso, salvo que haya una pregunta acerca de eso. Yo por lo menos, generalmente, no me pregunto, no me lo imagino. En mi obra no me hubiera imaginado al artista haciendo el esfuerzo.

Es una especie de desvío

Al principio no había ninguna categoría que yo pudiera integrar para definir lo que hago. Ahora mi trabajo es reconocible, como si la investigación se hubiera sedimentado en un objeto. Más bien si lo que hago se dispersa es como más auspicioso para mí. Tampoco creo tener una obra, así, muy coherente, no sé si es una obra muy lineal. Eso me dificulta un poco más la definición.

Creo que mi trabajo es una especie de desvío o de postergación de algo, no sé exactamente de qué. Desvío en el sentido que siempre termino encontrando una vía en la me extravío. Es una manera de no reconocerme en ningún lugar o en nada de lo que hago. Eso podría ser como una especie de dispersión de algún centro, del centro de la identidad, del ego.

En el desvío mismo es donde suceden las cosas, como sobre una mesa de billar donde se encuentran dos objetos en movimiento y surge una nueva figura. No tengo una idea previa de lo que quiero hacer, pero al encontrarme con lo material me aparto en algún punto y al seguir tuerzo hacia otro punto. Ese seguir, me conduce a estos objetos que hago. La investigación me llevó por rumbos muy raros. Por ejemplo, yo empezaba tiñiendo plásticos para poder usar otros tonos y en el medio, me daba cuenta que no salían de forma uniforme. Cada movimiento se bifurca, se convierte en dos ¿aprovecho o descarto?, como el árbol de Porfirio. Cuando el objeto se solidifica, lo comienzo a pulir, pero el sistema ya está.

El asunto del plástico, del packaging, lo empecé a utilizar porque quería conseguir cierto aspecto impersonal que me atrae de los objetos; desde las valijas que se envuelven en plástico en los aeropuertos hasta los paquetes de cigarrillos forrados en celofán. Sí, impecables. Ese estado de los objetos fuera de la mancha del uso, antes de ser tocados o antes de ser abiertos. Eso me interesaba. Esa cosa que dividía lo que serían dos estadios ontológicos diferentes: uno, antes del uso, y otro, después del uso. Yo quería que mis objetos entren en la categoría de la pureza de los primeros.

Un crítico que vio mis acolchados me dijo que yo era una especie de perverso, porque los objetos son fríos y, a la vez, tienen algo muy sensual, que invitan a ser tocados. Sí, sí, tienen que ser mullidos, si no serían nada.

Para mí el material -tanto el plástico, como el acolchado, la goma espuma- es una de las fuentes de inspiración para producir obra. Creo que mucho del arte contemporáneo comienza con una simple pregunta, ¿qué material puedo usar? ¿de qué material me puedo apropiar? Bueno, voy a trabajar con arroz, con tarjetas de crédito, voy a trabajar con pelotitas de peluche. Me da la impresión que mucho del arte de hoy es como si fuera la manualidad de otro tiempo. Quiero decir, las categorías se corren y muchos de los trabajos de gente que yo conozco, muchos, los míos incluidos, en otro momento podrían haber sido calificados de manualidades, pero por como están armadas las cosas, ahora no lo son.

¿La pintura? Sí, es como que siempre me está esperando. Pero no sé, tengo un sistema de tachadura muy estricto. Es como cuando hablo y me quedo en silencio, es porque voy tachando todas las posibilidades de las cosas que tengo para decir. Con la pintura igual, desecho, tacho, y así me quedo con nada, hasta quedar fuera de la pintura.

Yo no uso la computadora para pintar. Hay quienes creen que ser modernos es usar la tecnología y muchas veces el resultado es un disparate porque la tecnología termina siendo manipulada con esquemas anteriores. De todas maneras yo uso la computadora, utilizo también productos industriales, plástico, objetos comerciales, fotocopias láser y todo ese tipo de cosas.

¿Mi relación con la tecnología? Sí, bueno, me parece que es diferente. Lo que pasa es que se presentó casi por casualidad. Nunca pensé en usar la computadora. Entré a trabajar en el taller de diseño y al poco tiempo ya estaba sentado frente a una máquina. Eso permitió el pasaje de las calcomanías con un acento conceptual a ser desarrolladas como puro diseño. Utilizo un programa básico y, además, le doy un uso resistente. Resistiendo la golosina.

Digamos, no estoy ni a favor ni en contra de la tecnología, en realidad es lo mismo. Uno de los enemigos del arte es el efecto, el brillo de una obra, lo que atrae. Pero es un punto ciego. Es lo más brillante de una obra y a su vez es lo que impide ver. Ese brillo es una especie de paradoja. Es lo que es difícil de resistir en una obra, tanto sea el brillo de un dibujo o el brillo en el uso de la tecnología, es lo mismo, es un efecto. La obra se debilita y es ahí donde muchos fallan. La obra denuncia el apresuramiento, una precipitación ahí donde había que sostenerse, retraerse.



¿Ya lo dije, no? Yo ahora tengo una super máquina, pero mi fantasía es escribir. Sufro cuando escribo y en realidad nada sobrevivió de mis poemas, argumentos de libros, que alguna vez inventé. Destruí todo. Pero, igual, siempre tengo algo con la literatura. En algún momento, digo, ¿quién sabe, no?

Lo que pasa es que si bien lo conceptual y lo minimal tuvieron un impacto en mí, en general, las palabras son lo que más me han transformado. No sólo la teoría del arte, la literatura y la filosofía, son decisivas. Las palabras suelen influenciarme más que las imágenes.

No sé, me parece que la palabra posee una indiscreción que la imagen no tiene o por lo menos las imágenes que hago yo. Bueno, una imagen puede ser indiscreta, pero me parece que la imagen puede tener una discreción mayor que la palabra. De alguna manera, elijo el camino de la imagen porque la palabra es más indiscreta, porque no puedo acceder tampoco a ella.

Mis obras no tienen relato, al menos no son obvias en ese sentido. Resisten, un poco, esa indiscreción del discurso. ¿Qué muestran? Quizás, a alguien que no quiere hablar. Es una obra que se queda en el umbral de la palabra. VV