lunes, 17 de noviembre de 2014

Eduardo Médici: Lo otro de la vida

Eduardo Médici inauguró “Escenas de la vida cotidiana (y algo más)”, pinturas en Galería Rubbers. E. Médici fue uno de los seis artistas con los que V Verlichak trabajó para su libro “En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta”. Aquí el capítulo destinado al artista, psicólogo y maestro. Ver más…Eduardo Médici inauguró “Escenas de la vida cotidiana (y algo más)”, pinturas en Galería Rubbers. E. Médici fue uno de los seis artistas con los que V Verlichak trabajó para su libro “En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta”. Aquí el capítulo destinado al artista, psicólogo y maestro.


Eduardo Médici: Lo otro de la vida

Eduardo Médici construye serenamente desde hace casi veinte años una obra tan sigilosa como estremecedora que tiene al propio cuerpo como soporte principal de sus ideas.

Aun en estos días de cambios personales, cuando no se siente feliz ni con su vida ni con su tarea -que considera lo único que vale la pena-, él se sigue exponiendo y muestra “lo que uno niega”. Durante años no se guardó nada y entregó en pinturas e instalaciones, su cuerpo, su sexo, sus entrañas, sus deseos que decantaron metáforas y revelaron “el lado no iluminado de la vida”.

Con su deliberada ambigüedad, los vidrios y velos -delicados tejidos, enigmáticas transparencias- que acaba de incorporar a su trabajo, realizado también con impresión y fotografía, provocan al observador a encontrar por sí mismo sensaciones apenas sugeridas y significados que se intuyen insondables y desconcertantes.

Las obras “Entre mí y mí”, la muestra de agosto 1996 en la galería Der Brücke, consolidan el tránsito de la pintura al uso de material fotográfico, informan sobre la coexistencia del palimpsesto y los lienzos vaporosos, proclaman la fragilidad de la identidad, entrevista en fragmentos reflejados en espejos quebrados. “Dios mío, Dios mío ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?” se preguntó con el entrañable poeta portugués Fernando Pessoa.

Su trabajo entrecruza placer y sacrificio, sostiene el espanto y reitera momentos existenciales, se inquieta por el hombre y articula un imposible combate contra el tiempo. A Eduardo le aburre ser asociado con el pesimismo sólo por internarse en lo tétrico, asomarse a lo perverso y dejarse conmover e invadir por lo desconocido. “Como si lo bello no fuera parte de lo siniestro”, confiesa este artista cuya obra está aquí para quedarse.



Como dolores en el cuerpo


Puede que sea un poco hipocondríaco, sugestionable. Pero a Eduardo se le nota que lleva en el cuerpo su trabajo visceral y estrechamente ligado con lo emocional. Más que nunca, ahora que tiene cuarenta y seis buenos años, la idea de la muerte le resulta atroz, aterradora. Quizá para conjurarla la cita, la muestra en su obra y la llama en su conversación. Arma las escenas más temidas en su ferviente deseo de exorcizarlas.


“Me doy cuenta de que para trabajar necesito que algo me movilice desde adentro, estar inquieto. Mi proceso de creación es un tiempo de espera. Yo espero, nunca boceto ni tengo ideas previas. Nunca quiero saber. El conocimiento me corta. Cuando sé, todo es más simple y nada me sorprende. Cuando trabajaba desde el saber producía más. Por eso cada vez produzco menos. No quiero apelar a subterfugios, busco producir menos porque no quiero saber. En estos días sólo quiero hacer una obra cuando siento que pugna por salir, sino no. En la calle nunca nada me hizo clic. Los clics míos aparecen como dolores del cuerpo. Me duele el estómago, siento una puntada en el hígado. El cuerpo me avisa. Creo que toda la obra refleja las propias alarmas corporales. Nunca tengo imágenes de afuera. Bueno, seguramente que sí, porque todo lo que uno tiene adentro viene desde afuera. Son proyecciones pasadas por el cuerpo, quiero decir, uno internaliza el afuera pero quedan traspasadas o pegadas en el cuerpo”.



El cuerpo humano, tradicionalmente objeto privilegiado de la representación artística, es uno de los temas centrales del arte hoy. La Bienal de Venecia de 1995 le dedicó su provocativa exhibición principal que ocupó el magnífico Palacio Grassi y varias galerías del Museo Correr. “Identidad y alteridad: Figuras del cuerpo 1895-1995” es la historia del cuerpo y rostro humanos desde 1895 al presente. El emprendimiento, que debatió acerca de los actuales problemas del arte considerando su evolución desde la fundación del festival, se centró en “la permanencia de la imagen del hombre”.

La fascinación con el cuerpo como sujeto no conoce fronteras nacionales ni de género. Existe un rescate de la imagen natural del cuerpo, del cuerpo como soporte, del cuerpo abyecto, con sus excrecencias, mutilado, aplastado, dramatizado. En los años Ochenta, la norteamericana Barbara Kruger declaraba a través de un collage que “el propio cuerpo es un campo de batalla”.



“Yo llegué al cuerpo por una problemática personal. Las primeras pinturas que hice fueron esqueletos en diversas posiciones. En todas las series que hice estaba el cuerpo pero casi siempre deformado. Finalmente, se dio un proceso en el cual decidí tomarme como modelo. Quería que se notara mi presencia como una manera de enfrentarme a mí mismo. Yo no llego a la problemática corporal por una cuestión de moda. En mi caso se relaciona con la percepción que tengo de mi cuerpo. Lo siento como algo muy frágil y esa fragilidad es la que decido mostrar”.



Cuando el músico británico Peter Gabriel imaginó el alucinante video Sledgehammer, utilizó animación computarizada para ilustrar su música, entró a la historia de la producción de videos musicales y a los hogares de todo el mundo a través de la MTV (Music Television). Con esta pieza Gabriel se zambulló en una de las cuestiones más emblemáticas del arte actual. Motorizado por el deseo de ser “cualquier cosa” (I’ll be anything you want) para su amada, sufrió mágicas, múltiples y veloces metamorfosis. Navegó en mares azules y cielos tranquilos transformado en sapo y en pájaro, viajó al fondo de la Tierra convertido en remolino, fue una tarta de frutas, pasó por martillo neumático y más, mucho más. Mutante y mutado, entre el dolor y el deleite, Médici también está siempre presente y distinto en su propia obra.

“El cuerpo de los otros llegó a ser mi cuerpo y pasé yo a habitar el cuerpo de los otros. Esto me moviliza. Por un lado me gusta, porque puedo ironizar, dramatizar, hacerme andrógino, convertirme en místico, hacer de mi cuerpo un laboratorio, irradiar mi deseo, representarme muerto. Esto también tiene que ver con transformaciones íntimas”.

Durante los últimos meses del pasado año tomó cruciales decisiones. Se sintió triste, reconcentrado, productivo. Soportó y produjo una serie de cambios afectivos y operativos.

“Mi formación como psicólogo no incide en el texto de la obra, quizá en el abordaje. Me sirve para seguir mi proceso creativo, desdoblándome y tomando distancia para ver qué me pasa, sobre todo durante los cambios internos. Me doy cuenta de que las variaciones afectivas siempre producen crisis en mi manera de aproximarme al trabajo. El conflicto se desata al estar yo nuevamente inmerso en un proceso de desconocimiento que produce innovaciones en la imagen. Entonces me doy cuenta de que mis vicisitudes tienen que ver con alteraciones en el afuera que me conmueven. En ocasiones, necesito que pase algo que me movilice emocionalmente para provocar una ruptura en el producto, en el resultado de la obra. Muchas veces es doloroso y me siento mal, porque percibo que para producir los cambios tomo como conejillo de Indias a quien más quiero. Esto no es consciente pero las sucesivas modificaciones de imágenes que tuve a lo largo de los años aparecen sistemáticamente en sincronía con alteraciones en mi vínculo con los afectos, con el mundo”.

Primero parcial y luego contundentemente, por estos días el artista proclamó para sí el fin de una etapa, alejándose de la pintura. Radiografías, fotocopias, impresiones, papel, vidrios ratificaron su insistente proximidad a nuevos materiales.

“Ahora, últimamente, no quiero ni me da placer pintar. No quiero agarrar más el pincel y estoy trabajando con fotografías, negativos y emulsión fotográfica. Creo que estoy en un momento de saturación. La crisis por la que estoy atravesando produjo un quiebre justamente en el acto de pintar”.


De chico no hablaba


Cuando Eduardo era pequeño estaba surcado por los miedos y era dolorosamente introvertido. No hablaba. Ahora tampoco derrocha palabras pero cuando lo hace es irrebatible. Es capaz de decir las cosas más siniestras entre sonrisas y las más dulces con una terrible seriedad. Y siempre con la misma voz queda, casi susurrante. Algunos, como su amigo Juan Lecuona, le dicen “el mudo”.

“Recuerdo que de chico, las caretas me asustaban, la momia me perseguía y un perro policía me acechaba. Creo que el psicoanálisis diluyó algunos miedos y el arte me ayudó a romper el silencio. Más que el arte, todo lo que lo rodea, los amigos del medio. Yo hablé muy poco hasta la adolescencia, hasta que empecé a hacer terapia pasados los quince años. Tampoco dije una sola palabra durante el primer año de análisis. Iba a sesión y no hablaba, el terapeuta tampoco. Él me hacía el espejo hasta que no aguanté más y empecé a hablar, creo que la de él fue una buena estrategia. Yo sufría. Me miraba y yo miraba para otro lado. Mis ojos se perdían en una gran biblioteca donde él tenía todo (Jean-Paul) Sartre y ahí me fasciné con el filósofo francés, me quedé pegado al existencialismo. Es cierto que hablo poco, pero esto también fue reforzado y me sirvió para escuchar mejor cuando ejercí mi profesión de psicólogo durante doce años. Mi padre hablaba muy poco con la familia. En vez de hablar con nosotros se iba al jardín y hablaba solo. Nunca pude escuchar lo que decía, era como un monólogo. Con eso él armaba ficciones. Tenía una doble vida en ese sentido, por un lado las pocas cosas que nos decía y ese otro lugar donde hablaba todo el tiempo. A todos nos extrañaba. Yo no la pasaba nada bien con su manera de ser, seguramente esperaba alguna palabra especial de mi papá, porque sabía que me quería mucho”.

A falta de un padre con quien comunicarse, tuvo dos madres. Fue criado también por una mujer que alquilaba un cuarto en la casa familiar. Nieto de inmigrantes italianos, nacido en una calurosa noche del 15 de diciembre de 1949 de una madre dedicada a la casa y un padre transportista, Médici realiza un trabajo que cruza bordes y que es más expresivo que cualquier relato verbal.

Este conceptualista caliente (como bien se autodefine), cuya obra produce un sutil sistema de significados, comenzó tempranamente una precaria y milagrosa relación con lo visual en un barrio de San Justo, una zona de la provincia de Buenos Aires entonces doblemente periférica.



“Creo que me impactó un tío que pintaba y dibujaba. Después no hizo nada más pero dibujaba muy bien, ahora sería considerado como un hiperrealista. Yo veía sus cosas y me llamaban la atención. Así empecé a dibujar y entonces mis padres a los siete años me mandaron a una ‘academia de arte’ a pocas cuadras de casa y ahí estuve copiando yesos hasta que me recibí. A los quince años me dieron un diploma que me habilitaba para ser profesor de dibujo y pintura. Era loquísimo. Yo no entendía de qué se trataba el arte, pero ya tenía un diploma. Jamás había pisado un museo o una galería, estaba alejado de todo este mundo, ni tenía idea de que existían. Mientras estudiaba pintura me pusieron un profesor de bandoneón. Supongo que eso fue obra de mi madre, a quien le gustaba el tango y quizá soñaba con cantar conmigo. Ella era muy fóbica, muy temerosa, tenía miedo de que me lastimara, de que me ensuciara y siempre jugaba solo. Como leía mucho, partí hacia aventuras literarias olvidando mi diploma de pintura y el resto”.

Buscarse en un espejo


Desde 1973 se “ensucia” con pinturas, tintas, emulsiones, solventes. Fue después de hacer un colegio secundario normal, un año de medicina y la carrera de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Debutó en 1979 con “Saco y corbata”, una serie de pinturas que despliega en la galería Lirolay y que prefigura algunos de sus temas posteriores: la idea de inmolación, el cuerpo maltratado, el rostro distorsionado, la mirada negada.

“Encontré definitivamente a la pintura en 1978. Aquél fue uno de los peores años de la dictadura militar. ¿Quién sabe por qué comencé a pintar? ¿Para poder sobrevivir?”

La abstracción de “Buenos Aires, una fiesta”, signos e indicios que muestra a comienzos de los años Ochenta, deja paso en 1984 a las variaciones neoexpresionistas de “Algo pasa en tu cara”. Pero implacable en sus juicios, Eduardo sostiene que “Cruz-y-ficciones”, su exposición en la galería Jacques Martínez que marca su vuelta a la figuración con el hombre como protagonista casi excluyente, es la primera que realmente importa.

“Estoy convencido de que mi obra empieza en 1987. Es en esos cruces y con esas ficciones cuando empiezo a subjetivizarla. Siempre digo que lo artístico es el cruce de lo biográfico con la historia del arte. En ese encuentro se da la obra. Antes de ese instante, creo que yo estaba más en la historia del arte, todavía no realizaba el entrelazamiento con mi propia historia. Desde ese momento tengo necesidad de estar yo presente. Siento la necesidad de poner mi propio cuerpo”.


La cruz -escenario del sacrificio y símbolo primero de una nueva era- y sus consecuencias siguen habitando las ficciones visuales del artista. Muchas veces esas fantasías están ocupadas por la ambigüedad. En las pinturas y objetos de “Entre la luz y la sombra” de 1989, por momentos asoma una sensualidad que origina placer y vida mientras que en otros se pasea la esterilidad. Los ángeles acompañan los gestos de la expiación en las pinturas de 1990. La ofrenda es mujer o cuerpo yacente en otras fábulas que denuncian tanto los trabajos de la muerte como los del amor. Eros y Tánatos, el eterno dúo.

Pero las ficciones literarias vinieron antes. De aquella época es Una pequeña mancha negra y húmeda, un cuento inédito donde un hombre, con un cuerpo “como si no le perteneciera”, está un domingo anaranjado esperando un llamado telefónico. La presión de paredes rojas, un teléfono blanco, una mosca negra configuran un clima aplastante -caluroso, árido y a la vez pleno de colores- que impide la comunicación. En su escritura, el artista anticipó la misma soledad que se instaló en la pintura de cuerpos abandonados y en las fotografías de rasgos borroneados a causa del implacable paso del tiempo que “se vuelca de los relojes, desparramándose sobre las cosas”.


“Ya casi no escribo, aunque ahora lentamente estoy empezando a hacer un diario erótico-filosófico. Nunca me importó anotar nada acerca de la circulación del trabajo sí, quizás, algunas citas que me interesan o pensamientos provocados por alguna obra que hice. Sigo siendo un gran lector. Como siempre, leo todo mezclado, poesía también. Me gusta Raymond Carver, soy fanático de Henry Miller, lo descubrí en la facultad cuando me compré Trópico de Cáncer. Me interesa mucho la narrativa argentina, especialmente el cuento. Ahora sobre mi mesa de luz tengo la biografía de Bacon de Andrew Sinclair; Lo bello y lo siniestro, de Eugenio Trías; La ciudad ausente, de Ricardo Piglia; Las cartas de amor de Nora Barnacle, de James Joyce.

“Durante algunos años frecuenté en Buenos Aires el taller literario del rosarino Roger Plá y gracias a él conocí a Anselmo Piccoli, sin duda una figura capital en mi historia. Cuando una novia decidió que quería pintar, Roger nos habló de Anselmo. En ese momento yo tenía veinticuatro años, estaba recibido y escribía. Fuimos a lo de Piccoli, yo por acompañarla. Pero cuando entré y vi el taller del pintor me puse inquieto y me volvió la chispa por la pintura. Me dije ‘yo tengo que estar acá’. Charlamos con el maestro y decidimos empezar a ir juntos. Después ella me dejó a mí, a Piccoli, todo. Me quedé yo en el taller, me quedé con la pintura. Cuando empecé a ir, jamás se me ocurrió que se convertiría en mi vida, mi profesión, en lo único a lo que le encuentro sentido. Yo era psicólogo, ya tenía una profesión y la pintura entonces aparecía como una búsqueda, una expansión de mi universo interior. Por ese tiempo conocí a Susana Russo, con quien me casé el 14 de julio de 1978. Ella me cambió la vida. Y la pintura, también. Al comienzo no me planteé vender mi obra, tenía el dinero resuelto por otro lado. Tampoco me preocupé mucho por el mercado. Creo que eso me fue dando cierto horizonte de libertad. Siempre hice lo que quise con la pintura, siempre fue experiencia, investigación. Desde que vivo de esto exclusivamente, pienso que tal vez tendría que haber prestado más atención a la circulación de mi obra. Ser artista en la Argentina es buscarse en un espejo dentro de una habitación oscura”.



Los interrogantes


“¿Qué pretendo con mi obra? Cuando estoy trabajando no tengo ninguna pretensión más allá de poder contestarme esa pregunta que tampoco sé cuál es”.


Las imágenes del artista -pinturas y series con fotografías- cuentan una historia poderosa, aun cuando el espectador no pueda determinarla con exactitud. ¿Es la muerte bella y el sacrificio una donación en el altar inocente de un solo adorador? ¿Es el sexo un triunfo; el cuerpo, luz; y la desnudez, desamparo? ¿Es mostrando el ineludible final y los estragos del tiempo como el artista reafirma su creencia en el poder liberador del escándalo?


“Aspiro a la construcción de un mundo propio. El otro día estaba leyendo Los otros, un asombroso libro de Arturo Carrera sobre la creación. Él se extiende sobre el biografema del que hablaba Roland Barthes, que se relaciona con la unidad mínima de biografía que uno trata de expresar en la obra. Me doy cuenta de que eso es lo que a lo largo de todos estos años yo he tratando de expresar: un biografema, un destello de mi biografía que finalmente diera cuenta de algo mayor, que expresara un mundo, mi visión repleta de interrogantes que son transportados de una obra a otra.

“El trabajo nunca queda hecho. Es así, la obra no se termina. Soy alguien que plantea y tiene preguntas que a veces veo y otras no. Es lo único que pongo en la obra y cuando a veces ésta se pone críptica, densa, me doy cuenta que estoy poniendo algo que yo tampoco logro determinar qué es, pero que necesito volcar. A veces mi obra está tan llena, ocupa cada centímetro de tela porque tengo demasiadas preguntas. Eludo las certezas, me siento narrador de la duda. Soy muy dubitativo. Dejo mi mente vagar y arribo a pensamientos que afirmo y anulo de manera asombrosa y casi simultánea. En el fondo, siempre estoy pensando que no sé. Por mi experiencia docente doy por cierto que todos quieren saber lo que hacen porque da seguridad y lo saca a uno de cierto terreno angustiante. Creo que el conocimiento técnico es imprescindible para hacer el oficio, pero el otro querer saber no me sirve para nada”.


En el taller del segundo piso de un viejo departamento de la calle Gallo está lo que Eduardo llama “la colección forzada del artista”, junto a algunos cuadros que ama. También hay muchos interrumpidos que esperan volver a ser trabajados. Casi seguro recubiertos, rara vez continuados.


“Yo tapo todo el tiempo. Suelo dejar muchas obras a mitad de camino porque a veces, no sé cómo seguirlas y otras, porque sé demasiado bien cómo resolverlas. Las dejo precisamente porque sé. Por esta misma razón casi nunca pude hacer series, generalmente son muy cortitas, de tres cuadros. Algunos consideran esto un error. Ahora me estoy dando cuenta de que si uno quisiera intervenir en el mercado es mejor saturar, del mismo modo que se establece una marca. No termino de saturar porque hago dos o tres trabajos y esa serie se aleja de mi interés”.


La marca, de todos modos, está dada por el rostro del artista -habitualmente incluido en la obra- cuando representa los sentimientos y dilemas morales que explora. Armado de paciencia, Médici es como un pescador que aguarda recoger los frutos pero más que un solo hilo en el agua mansa, lanza sus redes en un mar de incertidumbre.


“Me doy cuenta de que me encuentro totalmente concentrado cuando estoy absolutamente borrado del afuera. Cuando los estímulos no me llegan, ahí puede funcionar algo. En el trabajo siempre hay dos momentos. El primero es de inmersión en la obra. Uno comienza a disponer los elementos sobre la tela, la tabla sin saber el resultado hasta el instante de retirarse para tomar distancia y ver lo realizado. Uno va entrando y saliendo, haciendo diferentes capas de pintura, de fotos. La razón o el sentido no aparece acaso, hasta el final. Mi actitud frente al trabajo -pintura, instalación, ahora la fotografía- es siempre la misma y mis expectativas también.

“Me enfrento diariamente a los materiales y espero a que se arme el trabajo. Si no puedo hacer nada, leo, pienso. Estoy. Nunca tengo claro el mensaje que quiero dar, lo que quiero dar se corporiza en la tela, la madera o en la instalación. No pienso mucho en el receptor pero quiero movilizarlo en alguna parte, de alguna manera. Eso seguramente emite algún mensaje. Pero cuando me preguntan si lo político o lo social tiene alguna incidencia en mi quehacer contesto que sí pero no es algo consciente ni tampoco me interesa que lo sea. No apunto a transmitir ese tipo de mensaje. Sin duda, creo que soy testigo.

“He analizado mi obra y me doy cuenta de que forzosamente uno da testimonio de su tiempo. En trabajos muy anteriores, en la serie de “Saco y corbata” aparecieron señores de saco y corbata muy longilíneos, perseguidores, individuos especiales. Siempre había una mesa horizontal que después se transformaba en otra cosa -¿en una mesa de torturas?- y que aparece en otros trabajos míos con una mujer acostada. Esto después lo repetí de otras maneras, pero en ese momento era una cosa muy rígida, cerrada, con influencias de (Francis) Bacon, de (Alberto) Giacometti, y de viajes míos. Esa serie fue hecha en el momento en que ya había pasado la represión y los climas que yo daba tenían que ver con esa sensación.

“Yo empecé tarde a pintar, pero no a causa de la dictadura. Creo que más bien me paralizó la neurosis, aunque la opresión reinante tal vez ayudó a que ésta aumentara. Cuando se instaló la dictadura estaba en la facultad y yo encontré la pintura en 1978. Fue uno de los momentos más terribles. Aunque la información era retaceada, la angustia se vivía y la decadencia se sentía. Quizá comencé a pintar para poder respirar”.


El entusiasmo del alma


Antes, hasta hace unos meses, Eduardo compartía un departamento con su mujer y tenía dos talleres. Uno -cerca del Hospital de Niños- era su exclusivo lugar de trabajo, su muy privado sitio de reflexión. El otro taller estaba en Belgrano y era el punto de encuentro con sus alumnos. Allí, trajinaban más de veinticinco personas, enchastraban paredes y se veían satisfechos. Ahora que está solo, vive, trabaja y enseña en el mismo sitio.

“Como vivo básicamente de la enseñanza, no he tenido más remedio que traer a mis alumnos al taller que actualmente pasó a ser también mi vivienda. Estiré mi departamento -de techos altos y lleno de recovecos- y así mi dormitorio y mi espacio de trabajo quedaron resguardados de la mirada de los de afuera. Sigue siendo un lugar protector. Antes venía todos los días un promedio de ocho horas a empezar algo, a terminar o a tapar todo lo que había hecho el día anterior. Hay una cosa rara, es muy extraño, cuando estoy en el taller -porque uno está- no me importan las interrupciones, dejo que se metan. Salgo a comer, recibo gente, voy a caminar”.


Enseña privadamente desde hace quince años. Solía dar taller de pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, la institución oficial gratuita -se paga sólo un bono de ayuda-, donde fue docente pero jamás alumno.

“Yo creo que el problema de las escuelas oficiales está dado por los programas que son viejos, obsoletos. Los alumnos no conocen casi nada del arte contemporáneo internacional, y a veces ni del local. No van a las muestras, no están orientados a la producción artística, hacia el circuito artístico. Ellos van a la escuela, pintan y se van. Creo que el problema -no sé si está bien decirlo- son algunos profesores. En un momento había bastantes artistas como profesores y ahora hay muchos que no lo son. Dan su materia pero no circulan por el mundo del arte y enseñan lo que está en el libro, en el programa pero no están expuestos, ni tienen idea de lo que pasa. Ni miran ni ven. Tiempo atrás ofrecí una ponencia en México sobre esto. Los organizadores me decían que el nuestro es el único país donde hay talleres particulares. Tanto en los Estados Unidos como en América latina los talleres se hacen en las universidades. Estoy convencido de que los que se están formando como artistas van a los talleres privados por insatisfacción. Casi la misma frustración teníamos los que cursábamos Psicología durante la dictadura. Nos vimos obligados a hacer cursos de (Jacques) Lacan fuera de la universidad”.

Pero él no desconoce el mecanismo perverso que funciona en torno de los talleres de artista. Sabe, constata, cómo se mezclan permanentemente la paja y el trigo.

“Tengo vocación para la enseñanza, aunque reconozco que si no fuera porque tengo necesidades económicas, sería más selectivo al momento de tomar a mis alumnos. Esto también produce una distorsión porque al no haber mercado, los artistas tienen que vivir de su taller. Pero hay artistas que no poseen una vocación pedagógica. Es más, algunos odian su taller y no pueden ni ver a sus alumnos pero terminan dedicándose a la enseñanza para sobrevivir. Esto es como una rueda: los talleres lanzan más gente que después no tiene dónde vender ni exponer sus cosas y que termina a su vez enseñando y compitiendo con los propios profesores. Se hace una cadena interminable. Hay algunas personas que están en un taller apenas tres años y de repente se los ve enseñando a otros. Pero creo que un taller, además de enseñar el oficio, tiene que contagiar el entusiasmo del alma. Tienen que estar las dos cosas pero primero debe existir la pasión, que es lo más difícil de transmitir”.

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos artistas están produciendo en el estrecho circuito del arte de Buenos Aires y, menos aun, del país; cuántos pintores de domingo con aspiraciones existen; cuánto se pagó verdaderamente por una obra; cuántos talleres hay. Entre los números que están por ser verificados puede incluirse la cantidad de alumnos que generan los mismos talleres. Seguramente son miles.

“Existen muchos niveles, casos. Se ve gente de todo tipo. Hay quienes vienen porque necesitan un lugar, necesitan estar y yo simplemente estoy. Quieren que les digan cosas pero yo uso mucho el silencio, casi no hablo. A los otros, a los que veo que tienen algo dormido, sí, los estimulo mucho. Cuando observo que están en el buen camino, se los digo si no, no. Soy duro, cuando no tienen idea de nada, también se enteran”.

Aunque por cuestiones de amor y desamor, el espacio de trabajo de Eduardo se modificó drásticamente, sus fantasías no se achicaron. Uno de sus sueños es tener un taller inmenso con luz natural y compartimientos, para mejor dedicarse al grabado, fotografía, escultura, al pasaje de una disciplina a otra.

La mirada es para crear


Eduardo tiene ojos verdes, reposados y curiosos. Como el artista habla poco, mira mucho. Habitualmente es su perceptiva y profunda mirada la que primero seduce y establece el diálogo con quien tiene enfrente.


“Siempre digo que no quiero saber. Pero el otro querer saber es como un problema de identidad. Si apelo a lo psicoanalítico, ahí concuerdo con Lacan en cuanto a que ‘nunca vemos lo que miramos’. Yo trabajo desde ese lugar, creo que es así. Hay una diferencia que también es interesante -ahora que entré en lo psicoanalítico- entre visión y mirada. La visión -ver- tiene mayor relación con lo general. Uno ve lo que quiere ver, si yo quiero ver un ojo, veo ese ojo. Lacan dice que la mirada tiene que ver con el detalle, es la mirada inconsciente aquella que hace que en algún momento tengamos que estar ciegos para poder ver. Esa diferencia a mí me parece básica para el arte, para la enseñanza, para que los alumnos la tomen en cuenta. Quiero trabajar con la mirada, no con la visión. La visión es para el oficio, la mirada es para crear”.


Cuidadoso al momento de elegir sus palabras, por momentos cáustico y desesperanzado, Médici aventura un diagnóstico acerca del cuestionable estado del arte en la Argentina: sostiene que la falta de interés se ve en los ojos.


“En cuanto a la mirada, que a mí me preocupa tanto, pienso que ni los críticos, ni los artistas, ni el público miran. Los veo sobrevolar las obras. La gente pasa y circula, pero no veo detenerse a nadie. Me he preguntado por qué ocurre eso y llegué a una conclusión. Estamos tan acostumbrados a los medios, al movimiento de las imágenes, al zapping, a la circulación continua que producen los medios audiovisuales, a contemplar en velocidad. Muchos hacen una especie de cinetismo y les parece que así las obras tienen movimiento pero nadie se detiene porque no lo soportan. Nadie mira y creo que esto es consecuencia de esta mirada educada por los medios de comunicación masiva. La gente pasea y mira, pero no establece una comunicación, en el sentido ritual, con la obra. ¿Tendría que suceder así, debería ser de otra manera? Recrean el movimiento de la televisión con el desplazamiento de sus cuerpos. Como no se mueve, perciben la pintura como algo estático en relación con lo que pasa afuera. De vez en cuando, alguno se detiene. Eso es lo único que nos queda, provocar alguna mirada. Yo busco, por ahí, que alguien se detenga”.


Ríos de tinta se han escrito en torno de la experiencia estética del observador, a su presencia y participación, necesaria o no, en el momento de completar la obra artística. Eduardo quiere un espectador activo.


“No pienso en el espectador para darle algo hecho, no quiero que el espectador se reconozca. Quiero que le pase lo mismo que a mí, que se desconozca. Si esto sucede, mi trabajo le producirá algún efecto. En ese sentido lo necesito para completar mi obra. Preciso un espectador de ese tipo, que pueda leer, tenga sensaciones y deseos de obligarse a pensar algo acerca de la obra. No quiero que se fascine por una imagen hipnótica y que después de partir la olvide. De todos modos, tengo bien claro que el público capacitado para ver arte es muy poco. Inclusive se lo puede preparar, pero la mayoría no necesita ver arte, no tiene ganas. Parafraseando a Picasso que dijo ‘yo no busco, encuentro’, el arte no se busca, se encuentra. A mí me interesa lo que no se ve en mis cuadros. Mi intención es que la imagen que está presente -que es la que menos me cuesta ejecutar, lograr- desprenda algún sentido que, aunque no se ve, el otro lo pueda intuir. Los artistas siempre queremos mostrar algo que no podemos mostrar, porque en última instancia siempre se nos escapa. A mí me queda una enorme insatisfacción frente a la obra terminada porque nunca es lo que yo esperaba, siempre tengo la sensación de que falta algo”.

Creadores, perezosos, sobrevaluados, conformistas, interrogadores, vapuleados, instintivos, pedantes, brillantes los críticos suelen acercarse al arte conmovidos, aburridos, convencidos y proporcionalmente equipados de saber e ignorancia.

“El trabajo crítico debería iluminar, generar polémica, sostener una ética. Yo necesito al crítico porque me interesa conocer, leer todo lo que sea teoría. Pero creo que para construir su obra el artista no necesita a la crítica porque la obra surge desde adentro. El crítico en todo caso puede ayudar en una tarea de difusión y de interpretación. Pero no en el sentido de crear una hermenéutica para el artista”.


La lección de anatomía


“La lección de anatomía” es un cuadro de 1992 cuyo contenido contempla y habla de la muerte. Trabajado en técnica mixta, este mismo tema tuvo sucesivas reencarnaciones en dos notables instalaciones posteriores. Son esa clase de piezas que piden ser miradas y que difícilmente son olvidadas. Resumen una experiencia común, la pérdida y la tragedia del primero al último hombre.

“(Gianni) Vattimo sostiene que en realidad siempre dialogamos con los muertos. Porque por ejemplo, en la historia del arte uno siempre está hablando con los otros, con los que nos precedieron. Creo que tenemos un diálogo permanente con la muerte y en mi obra esto es más evidente, patético y está muy a la vista”.

Diversos signos pueblan los bordes del cuadro que tiene un Cristo en reposo, un Che Guevara inmolado -con una barba y los ojos cerrados- como poderoso eje central. Una mancha de pintura roja brota de la mano derecha y se propaga como una rosa sobre el lienzo donde el artista, como en un santo sudario, imprimió la figura yacente. Repleta de espiritualidad y realismo, esta potente imagen irradia una extraña luminosidad. Sin embargo, aparece frágil por haber sido pegada con estudiado descuido sobre otra tela que soporta toda la escena. En enero de 1996, el cuadro fue incluido en la muestra “70-80-90” del Museo Nacional de Bellas Artes.

“Cuando pienso en cuál episodio marcó mi vida y mi obra no encuentro algo determinante. Tengo muy presentes los miedos de mi infancia y mi primera adolescencia. Era un chico muy temeroso y eso me marcó. Durante la época de la represión (mediados de los años Setenta) en Belgrano sentíamos tiros todo el tiempo, era una situación tensa. Una vez, estando con una chica pasé miedo cuando en la madrugada y con un despliegue policial impresionante, vinieron a buscar a alguien del piso de abajo del departamento donde estábamos.

“A Piccoli y a un cuñado que quería mucho, los vi morir. Fue hace casi cuatro años y hasta ese momento no había visto morir a nadie, eso me impresionó. Eso es muy reciente y es parte de mi historia. Creo que después de la muerte de mi maestro, a quien le dediqué dos cuadros, aparece toda una serie con la presencia de la muerte más fuerte. El cuadro, la instalación “La lección de anatomía” surgió de ese homenaje. Al tomar el escorzo de (Andrea) Mantegna, al recrear una sala de terapia intensiva, establezco una metáfora acerca de lo que pasa con el arte desvitalizado de hoy, aludiendo al artista -y a su producto que es lo mismo- quien a veces, en vez de recibir está donando su sangre, el sacrificio. Según (Maurice) Merleau Ponty, el pintor aporta su cuerpo al mundo”.


Lo primero que viene a la mente al confrontar “La lección de anatomía”, la instalación, es que las cosas no anduvieron bien para el que acaba de salir del quirófano y se halla en esa réplica de sala de recuperación. El clima es opresivo, de sanatorio. El año que Eduardo pasó por la facultad de Medicina -antes de dedicarse enteramente a la carrera de Psicología- habrá sido de ayuda al momento de distribuir los instrumentos quirúrgicos, alinear el gabinete con medicamentos, ubicar los recipientes con fluidos corporales, los frascos con vísceras, las pilas de jeringas, las sondas, los restos de una intervención quirúrgica.

“A la instalación la hago como un cuadro. Al armar y desarmar van apareciendo pedazos. Tengo primero las partes, aunque en ‘La lección de anatomía’ no tenía nada. Simplemente pensé en imágenes de hospital y después fui juntando sábanas, convertí en camilla una mesa, la pintura en sangre. No tengo un proyecto redondo ni lo llevo armado, entonces lo voy cambiando en el mismo lugar de exposición. Con ‘La lección de anatomía’ me pasó algo interesante, que creo es efecto de la instalación también. La hice primero en Buenos Aires en el Palais de Glace y después la llevé a Rosario. Era básicamente la misma instalación, pero estaba armada en forma distinta, con otros elementos, porque algunos se habían perdido en el camino. Cuando se levantó la muestra, una amiga me la trajo desde Rosario en un bolso. Nos desencontramos y entonces me la dejó en un hotel de Avenida de Mayo. Yo no estaba en Buenos Aires y no la pude retirar enseguida. Días después, cuando Miguel Nigro, un artista joven que trabaja conmigo, fue a reclamar el bolso le pidieron disculpas por haberlo quemado. Según la cuentan los del hotel, la historia es que les avisaron que iban a tener una inspección de no sé qué dependencia municipal. Entonces, cuando abrieron el bolso y vieron una sábana manchada con sangre y jeringas, se asustaron y decidieron hacerlo desaparecer. Me parece interesante el destino de esta instalación que se mezcló tanto con la realidad. Hubo quienes me aconsejaron que les hiciera un juicio por daños. De ninguna manera, me pareció bárbaro cómo terminó la instalación: hecha cenizas”.

Cómo se trabaja


Hoy como nunca, en la arena internacional del arte todo vale: pintura, performances, escultura, body art, grabado, instalaciones, video, fotografía, la inmaterialidad, la suma y/o combinación de todo lo antedicho. Mientras el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Dia Center for the Arts -entre decenas de artistas e instituciones- ya inauguraron espacios en la Internet para promover obras creadas para el espacio cibernético, Damien Hirst exhibe la cabeza de una vaca con gusanos y Mathew Barney se transforma en mitad hombre y mitad cabra para sus videos, alguien declara la vuelta del sentido y el regreso de la pintura a los primeros planos.

El arte contemporáneo en la Argentina tiene su propio camino signado por estrecheces geográficas y económicas y por el talento y tesón de algunos. Tampoco aquí, a esta altura, nadie que se pretenda serio puede dictaminar qué es lo que prevalece.


“Hay mucha confusión en el arte argentino hoy, está todo muy mezclado. Y por otra parte, me parece que estamos muy aislados, que no hay puentes, no hablamos. Casi nadie se reúne para charlar de arte, de la pintura, para consultarnos. Cada uno está en la suya tratando de ver cómo es el mejor. Éste es un momento en que no hay ideas. No siempre fue así. En 1985 formamos el grupo Babel con Gustavo López Armentía, Nora Dobarro, Juan Lecuona, Héctor Médici. Fue a la salida de la dictadura y contamos con el apoyo de Jorge Glusberg para las más de catorce exposiciones que realizamos en el exterior. Nos agrupaba la diversidad y no las tendencias. Creo que nosotros, por suerte, fuimos los disparadores de otros agrupamientos como el del grupo de la X, el grupo experimental de grabado, y más tarde el grupo Periferia”.


Pero, de todos modos, Eduardo no privilegia teorías o conceptos, sino lo que la memoria y las impresiones sensoriales deslizan en su quehacer. La buena recepción que tuvo su obra en la Feria ARCO de Madrid a comienzos de 1996 refuerza la validez de sus intuiciones.


“El hacer y deshacer tiene que ver con los duelos. Siempre en el proceso creativo hay un proceso de desprendimiento. Son microduelos que van apareciendo cuando se vende una obra, cuando se la llevan, pero también cuando la termino y voy de una obra a otra, cuando cambio de imagen. Me parece que en la instalación esto es tremendamente veloz y a veces no da tiempo de hacer ningún duelo porque termina disuelta. Lo máximo que se puede hacer es sacar fotos, hacer un video. Es doloroso, porque desaparece muy rápido y después sólo quedan los elementos. Es como si no hubiera existido. No sabés cómo se hizo ni cómo se fue, es una desaparición extraña. Una instalación también produce otro efecto en mí. Me da placer porque significa trabajar con un espacio mucho más real, la gente está ahí, los elementos tienen una dimensión palpable y a veces causa mayor efecto que el cuadro, produce otra movilización. La fuerza de la instalación es mayor pero está condenada a la desaparición. Las instalaciones son como sueños. Al despertar no nos acordamos de los sueños y nos preguntamos qué pasó. Mi decisión de dejar de pintar y tratar de buscar otro medio es consecuencia de cierto agotamiento, pero no agotamiento de sentido, sino del modo de expresarlo. Estoy cambiando la vestidura. La tecnología no influye directamente en mi obra pero creo que será decisiva en el arte del siglo XXI. No me es indiferente y veo todo lo que se hace pero no es para mí”.



Cuando preparaba la muestra de Der Brücke, sin embargo, se le ocurrió “buscarse” en Internet y encontró más de mil quinientos “Medici” mencionados. Simuló su ingreso a la red e insertó su nombre entre otros dos reales/virtuales: The Medici Empire Home Page y Via Laura Medici Complex. En un momento de recorte y achicamiento, en un acto de voluntad y por un simple juego ilusorio, Médici incluyó su identidad y su muestra en el espacio cibernético, reproduciendo a su vez la página de fábula y enseñándola en la galería: “Entre mí y mí”.



“Tampoco veo que aquí en la Argentina la computación se utilice mucho o que tenga mucha incidencia. Salvo en los videastas, los que hacen videoinstalación, videoarte. A pesar del creciente uso de la fotografía, el video, la computación estoy convencido de que la pintura, la escultura, el grabado y el soporte tradicional tienen futuro. Ahora empleo mucho la fotografía, pero siempre habrá gente que pinte, que crea en el soporte tradicional. Esto no se va a acabar nunca, pero lo que sí pongo en duda son los efectos del arte. Llegará un momento en que un cuadro va a ser algo como cualquier objeto en la pared, como algo que se compra en el bazar. Se va a domesticar demasiado. Yo siempre lucho contra la domesticidad del cuadro. Pero es un problema, tengo para mí que cuando se vende y se cuelga arriba de un sillón, el cuadro se domestica. Ya no tiene más la función movilizadora que debería tener. A mí eso me cuesta emocionalmente”.

Hay otro tipo de costos que preocupan sobremanera a los artistas argentinos. Son los gastos de producción -compra de material, transporte de obra, mantenimiento de taller- en una economía definitivamente reducida y para un mercado del arte casi inexistente localmente. La cuestión económica pesa en la decisión de cómo realizar un cuadro, qué dimensiones darle, qué elementos emplear en una obra cuya circulación está lejos de estar asegurada. Como los museos argentinos casi no compran arte, los artistas saben que si, por ejemplo, se dedican a las telas gigantes -al estilo de Julian Schnabel, uno de los que más medraron con el alza desmedida de los precios en el mercado neoyorquino en la década del Ochenta- no tendrían dónde ponerlas, ni podrían venderlas.


“Pienso en las dos cosas, tanto en la ejecución como en la venta, pero más me preocupa la imposibilidad de realizar algún trabajo. La fotografía -que ahora estoy usando tanto- es muy cara. Si acaso yo quisiera ampliar dos negativos a dos metros por uno, sé que me sale carísimo, son setecientos dólares cada uno. Si hago tres, son dos mil dólares para una muestra. Entonces uno se pone estricto al elegir y, claro, tiene que haber alguna necesidad muy específica para largarse a invertir. También me asaltan dudas acerca de si -después de tanto billete- esa pieza se habrá de vender. Pero esa cuestión pesa menos y aunque desconfíe de su venta, la hago igual. Los gastos de realización postergan algunas ideas, aunque a la larga termino siempre haciéndolas realidad”.


Después de la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la Unión Soviética y el colapso del comunismo en 1989, creció el debate acerca del valor, del sentido del arte en un mundo sin utopías. Los cambios de imagen y de medios experimentados por Eduardo en la construcción de su obra no apuntan a minimizar el lugar del arte en un mundo con horizontes restringidos sino a afirmar el propio.

“Acá se puede encontrar una diferencia entre mi generación y la que nos sigue. Yo creo que los de la generación del Ochenta -por ponerle algún nombre- seguimos creyendo en el arte. Los artistas más jóvenes, más que un programa de trabajo, más que preocupaciones artísticas parecen tener metas para alcanzar cierto éxito comercial. Interesa ser famoso, pero sé que esto no ocurre acá solamente. Pasa en todos lados, lo vi en Nueva York, en Europa. Estoy convencido de que algunos de nosotros queremos darle sentido a lo que hacemos, otorgarle cierta trascendencia para que tenga algún efecto. En el fondo, me doy cuenta de que yo mismo lo deseo, pero me freno y digo ‘no, esto es una idiotez’. Entonces me deprimo, porque me doy cuenta de las contradicciones.

“Tengo dos mundos metidos adentro, la modernidad y la posmodernidad. No creo que el modernismo en su forma tradicional esté agotado. El modernismo aun en la posmodernidad tiene efectos. Me parece que lo posmoderno está atravesado por la modernidad. Siempre me pregunté si -en las palabras de la crítica norteamericana Suzy Gablik- acaso el posmodernismo ofrece una posibilidad aun mayor de libertad o es meramente el resultado de lo que (Georg) Hegel denominó el falso infinito, que pretende abarcarlo todo y no es en realidad más que una complejidad aparente que oculta una ausencia de sentido.”


El artista busca


“El artista juega a buscar el sexo de Dios. El juego para mí se torna interesante en la medida en que pierdo. Con esto quiero decir que cuando trabajo, en general siempre pierdo porque nunca logro concretar lo que quiero hacer, aunque me queda una sensación muy estimulante. El desafío que se encuentra en cualquier juego es el que entusiasma. En realidad, me parece que el artista es un jugador que se excita cuando pierde. A un verdadero jugador lo excita perder, entonces vuelve a perder, vuelve a apostar y se compromete cada vez más. A veces, el sexo también es un juego. El sexo es lo que me permite sentirme vivo y luchar contra la angustia de muerte, es mi pelea. Mi cuerpo, el cuerpo de la mujer y el sexo es el campo de batalla donde buscar también a Dios. En el sexo busco también la trascendencia y eludir el destino final. Ese destino que todos sabemos cuál es. Yo no soy religioso, pero Dios, o como se llame, debe tener algún lugar en mi vida. Creo que estoy tratando de encontrarlo en todas las preguntas que me hago, en todo lo que trato de descubrir. En este sentido, Dios tiene que ver con mis crisis, por decirlo de alguna manera. Creo que Dios, en el sentido de esta trascendencia que uno fatalmente busca, me pone en crisis”.

Si, como dice Paul Valéry, el artista contribuye primero su cuerpo y su cuerpo es el centro de la energía, Eduardo además contempla otras fuerzas que lo formaron.

“Reconozco montones de influencias. En un primer momento, cuando mi pintura era como un ensayo (en “Algo pasa en tu cara”) veo el prestigio de la neofiguración argentina y del grupo Cobra. El encuentro de tendencias casi equidistantes dentro de mi obra siempre produjo una rara mezcla que me define. Me considero un conceptualista caliente. Por un lado, me nutro del expresionismo y además me sirvo de lo conceptual. Me interesa trabajar la idea, pero no la idea fría sino junto con el calor del expresionismo. Poner el cuerpo, poner la subjetividad fuerte. Trabajo en base a constelaciones e influencias plásticas y literarias. Rescato a artistas como Mantegna, El Bosco (Hieronymus Bosch), (Francis) Bacon, (Enrique) Policastro y muchos contemporáneos. También a escritores como Miller, Borges, a ensayistas como Barthes y E. M. Cioran, y a poetas como Edgar Bailey, Joaquín Gianuzzi, T. S. Eliott y -sobre todo- a Fernando Pessoa, a quien siento como un alter ego.

“Creo que los artistas estamos siempre preocupados por la búsqueda de la identidad, pero no desde una perspectiva de lo nacional sino desde la intimidad. Pero el creador siempre está en lucha -más en un país dependiente como el nuestro- contra esas miradas que pretenden imponerse como paradigmas que vienen del centro. La identidad está en esa lucha para que la personalidad no quede disuelta en ese paradigma. No es una impensada dedicación al arte folk o gauchesco lo que preserva mi identidad, como tampoco hacer un arte mimetizado con las capitales del mundo”.

El nuevo parto


“Parece como si mi obra actual se hiciese sola. No hago sino esperar. Siento que estoy pariendo”.

Esto lo dice un hombre que sufre sobremanera por no poder tener hijos y que de alguna manera transporta ese dolor a sus obras, como en “Autopsia” -premio Konex 1992, elegida por críticos y expertos como una de las cien mejores obras del MNBA-. En el centro de esa pintura hay un hombre, es el artista que, a la manera de Frida Kahlo, con sus manos se abre el pecho dejando ver a un bebé en su seno.

“Estoy en una rica transición, esperando. Volví a trabajar de forma autobiográfica con la fotografía. Siento que mi obra es el lugar donde sublimo y a la vez, refuerzo mis conflictos, los voy alimentando. Creo que esto me modifica la vida”.

Eduardo confiesa la distancia y diferencia existente entre el trabajo de la pintura y el de la fotografía. Siempre vivió el trabajo del pincel y de la pintura sobre una superficie como una descarga, como una pulsión que va del brazo a la tela.

“Los ritmos y cadencias de la fotografía son distintos. Después de sacar una foto hay un tiempo de espera donde uno no sabe ni puede controlar lo que está pasando. El revelado y la manipulación de la foto también llevan tiempo. Además, si las fotos no salen bien las tengo que volver a tomar”.

Las fotos que utiliza tienen distinta proveniencia, algunas las tenía guardadas por esa cosa de juntar “cositas”, otras las toma él y muchas le fueron legadas. De todos modos, su interés por los negativos no es enteramente nuevo. Ya en 1982 se le ocurrió incorporar diapositivas a las pinturas-collages. Muchas de las imágenes con las que trabaja son unos formidables y añosos negativos que pertenecían a León Feldstein, el padre de un alumno, un fotógrafo con un verdadero botín guardado en su laboratorio. Los negativos son de gente anónima y Médici no tiene, no quiere tener, la menor idea acerca de qué historias se está apropiando.

“Se los pedí porque pensé que en algún momento, iba a darles uso. Estoy trabajando hace meses con estos negativos que modifico, que manipulo en el laboratorio, alternándolos con mi producción que como no soy fotógrafo, me obliga a experimentar mucho, sacar, sacar y sacar”.

Las imágenes heredadas son de décadas atrás. Entonces el fotógrafo era una pieza fundamental en las celebraciones, no había “instamatics” para los aficionados. Sonrientes, sombrías, bellas, burocráticas, las fotos tienen que ver con ocasiones solemnes e instantes memorables: nacimientos, primeras comuniones, casamientos, reuniones familiares, retratos de grupos y personas.

Registro borroso y memoria ambigua, las fotos intervenidas por el artista se resisten a ser captadas. Pintadas, desgarradas, salpicadas, desdobladas, sobreimpresas aparecen fisuradas, inexactas como la vida. ¿Son la llave para intentar reconciliar al observador con la incuestionable disolución de todo, establecen un debate en torno a la identidad o contribuyen a construir el sentido de lo trascendente?


Médici, arquetípico


¿Quedó algo importante fuera del texto?

“Seguramente, siempre lo más importante queda afuera”.