Publicado en revista NOTICIAS, el 12 de abril, por Victoria Verlichak.
Beuys no vivió la caída del Muro de Berlín en 1989, tampoco el entrañable Heinrich Böll (1917-1985), Premio Nobel de Literatura 1972, con quien el artista concibió un espacio educativo integrador sin sede: la Universidad Internacional Libre (1973-1988). Comprometidos con la libertad, los creadores se hubieran alegrado del derrumbe del “muro de la vergüenza”.
El complejo y fascinante trabajo de Joseph Beuys (Krefeld, 1921-Düsseldorf, 1986), uno de los artistas más importantes de la posguerra, es medular para la visión del arte contemporáneo. Los apuntes de su biografía son centrales en la obra del artista que, con frecuencia, asumió el papel de chamán interesado en representar el dolor y curar la crisis espiritual que, decía, causa la vida actual. Con su concepto ampliado del arte promovió la “plástica social”, que concibe a todo ser humano como artista.
El artista fue hijo de su época y, adolescente, se afilió a la organización juvenil nazi. Se interesó por la música y el arte, se escapó con un circo. Tenía 19 años, cuando en 1940 terminó sus estudios y comenzó su instrucción militar como radio operador de avión. En 1942 participó del sitio de la ciudad de Sebastopol. Condecorado por su labor en la aviación, prisionero de los británicos, Beuys fue liberado al final de la Segunda Guerra Mundial.
Antes, cuando se estrelló su avión en 1943, un comando alemán lo llevó al hospital para recuperarse. Beuys, luego, “se referirá a estas experiencias desde la imaginación, creando un cuento mítico de muerte y supervivencia tejida alrededor de la vida nómada de los Tártaros, quienes entonces colaboraron con el ejército alemán. Este relato determinaría gran parte de la iconografía y el simbolismo material de su obra”.
Esta información subraya la importancia del mito en Beuys, quien desarrolló inusuales esculturas e instalaciones con grasa y fieltro, utilizando incluso miel, materiales con los que -presuntamente- los tártaros untaron sus heridas, abrigaron y alimentaron, salvándole la vida. Como si hubiera pensado en Beuys, la crítica y escritora Marta Traba distingue a los artistas como capaces de percibir lo excepcional en lo cotidiano; “el hombre mítico siente la realidad, (…) y forma parte de las cosas; es completamente partícipe (…) de esta naturaleza que le rodea con la cual tiene relaciones de empatía, de fraternidad, relaciones reales”.
Registros e indicios
“Cuando alguien ve mis cosas me ve a mí”, decía el carismático artista. Su imagen se refleja en “La rivoluzione siamo Noi” (1972), y en muchas instancia más. Las 110 piezas de la muestra “Joseph Beuys. Obras 1955-1985”, seleccionadas por Silke Thomas y Rafael Raddi, desarrollan “los temas-ideas-conceptos” del artista, promueven el pensamiento, se aproximan a la ciencia y a la religión, a los temas universales del ser humano.
Imbuido de cierto espíritu romántico y de expiación, enlazando arte y vida, Beuys defendió a la naturaleza, expresó su militancia política desafiando al sistema de partidos, insistió en su preocupación por la “comprensión y educación del arte”. Multifacético, junto a Nicolás García Uriburu realizó acciones artísticas en las aguas contaminadas del Rhin (1981) y, al año siguiente, en Kassel, iniciando la plantación 7.000 árboles junto a igual número de bloques de basalto.
Registros de todo esto y mucho más en Fundación Proa, como el video de la performance “Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta” (1965) o la de 1974, inmortalizando su encierro en una jaula con un coyote. En una galería neoyorquina intentó establecer un diálogo balsámico entre el animal sagrado para las tribus indígenas norteamericanas y el representante de la raza blanca, que los había cazado a ambos.
Hay un Beuys para cada espectador porque, tal como sostenía, “el arte no está para brindarnos un conocimiento directo. [A cada uno le] produce percepciones de la experiencia más profundas. El arte no está simplemente para ser comprendido; de lo contrario no tendríamos necesidad del arte”.
V.V.